Uno tiene algunas obsesiones y Barcelona es una de ellas. Cervantes alabó en el Quijote esta ciudad por elegante y creo que tenía razón, sobre todo si se camina por la Avinguda Gaudí, Las Ramblas, el Portal del Ángel, la Diagonal o el Paseo de Gracia. Lo más asombroso son los cipreses de piedra de la Sagrada Familia. Recuerdo que una vez cenábamos al aire libre en una terraza y vi pasar la luna detrás de las ventanas de la catedral neobarroca y modernista, esa pasión petrificada de la fe en la religión católica que profesaba con profundidad y ascetismo el arquitecto nacido en Reus. Se produjo entonces la magia. Si el arco iris es el símbolo del acuerdo de Dios con los hombres para no castigarlos más con el diluvio, aquel momento fue el de una especie de conjura: el de mi hechizo permanente con Barcelona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario