
Contiene tres partes que casi podrían separarse como si fueran relatos diferentes. La primera es magnífica, sobre todo cuando narra el descenso del protagonista a los infiernos de la pobreza. Marco llega a comer basura de las papeleras y a dormir al raso en el Central Park de Nueva York: "Tardé un tiempo en adaptarme, pero una vez que acepté la idea de llevarme a la boca algo que ya había tocado la boca de otro, encontré un sinfín de comida a mi alrededor. Cortezas de pizza, pedazos de perritos calientes, restos de sandwiches, latas de gaseosa parcialmente llenas salpicaban el césped y las rocas y las papeleras casi reventaban por la abundancia.
Para combatir mis remilgos empecé a ponerles nombres graciosos a los cubos de basura. Les llamaba restaurantes cilíndricos. (...) Una noche me persiguió una pandilla de chavales por Sheep´s Meadow y lo único que me salvó fue que uno de ellos se cayó y se torció un tobillo. Otra vez, un borracho belicoso me amenazó con una botella de cerveza rota."

La historia central deriva hacia el encuentro con un ser extraño. Un anciano en una silla de ruedas que Marco descubre porque busca trabajo como cuidador de personas mayores que no pueden valerse por sí mismas. Ésta sería la segunda parte, a la que podríamos calificar de buena porque mantiene el interés del lector. La tercera, en cambio, trata de mantener la tensión lectora con un "deus ex machina": el hallazgo del padre de Marco. Sorpresivo, pero un poco forzado y casi gratuito. La intensidad narrativa decae y se llega a un final que simplemente viene a ser el cese de lo que se nos cuenta. No hay objetivo, no hay finalidad, algo muy común a la novelística moderna desde que la transformaron los vanguardismos.


Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947)
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