PATRIOTISMO Y NACIONALISMO
Muchas veces me he preguntado por qué en España ser
patriota está mal visto y en cambio el nacionalismo —entiéndanse los
periféricos: el nacionalismo español quedó herido de muerte con la desaparición
del franquismo— tiene pátina de legitimidad democrática y que, además, como a
la izquierda, se le presupone una cierta superioridad moral e intelectual. Además,
la interpretación a ese extraño fenómeno nos puede llevar a entender esa
inconcebible fascinación (y subordinación intelectual en la práctica) de la
izquierda española por los nacionalismos, particularmente el catalán, cuando
están en las antípodas de su raíz ideológica, basada en la igualdad de los
ciudadanos con independencia de su lugar de origen y en el rechazo a cualquier
tipo de privilegio.
El franquismo y sus terribles secuelas en la conciencia
colectiva de los españoles tienen mucho que ver, al asimilar antifranquismo con
convergencia de intereses y objetivos políticos, obviando que, en democracia,
tales solidaridades en tiempos sombríos, ya no tienen ningún sentido. Es cierto
que eso se produjo también en la lucha común de los republicanos españoles y
los nacionalismos catalán y vasco contra el sistema político de la
Restauración, sobre todo después de la conculcación de la Constitución durante
la Dictadura de Primo de Rivera. Y, por cierto, bien que se arrepintieron luego
republicanos tan dignos de poca sospecha anti-catalana como Azaña o Negrín. Personalidades
a las que se les pueden atribuir enormes errores políticos que tienen mucho que
ver con el trágico estallido de la Guerra Civil. Pero que nadie —excepto desde
la visión excluyente de los fascistas españoles— puede dejar de considerar unos
patriotas. Porque querían, acertada o equivocadamente, lo mejor para su país y
sus ciudadanos y lo amaban, con todas sus cualidades, positivas o negativas. De
hecho, es Cánovas, prototipo de político conservador y patriota de derechas, el
que dice aquello tan poco patriota de que “es español quien no puede ser otra
cosa”, y que no necesitan contraponer la valoración, estima y defensa de lo
propio, a la minusvaloración, desprecio y rechazo de lo que se estima como
ajeno.
Y esa es la diferencia básica entre patriotismo y
nacionalismo. El patriotismo no necesita enemigo. El nacionalismo, sí. Porque se
nutre de la diferencia y no de la solidaridad. Del énfasis en lo que separa y
no en lo que une. Y es evidente que España es plural. Afortunadamente. Y que un
ciudadano de Cataluña vive en un contexto cultural e idiomático distinto del de
un ciudadano de Andalucía. ¿Y qué? ¿Acaso eso significa que lo que podamos
tener en común, que es mucho, debe supeditarse a esas diferencias? No creo,
sinceramente, que un catalán no pueda sentirse como en casa en Sevilla. O en
Santiago de Compostela. O por supuesto, en Madrid, una de las ciudades más
abiertas, tolerantes y libres que uno pueda encontrarse en todo el mundo. Y
tenemos que evitar que un sevillano, un gallego o un madrileño puedan acabar
sintiéndose extranjeros en Barcelona. Porque eso es una tragedia.
Ese es el tremendo coste (uno más) de todo lo que el
separatismo está provocando con el procés.
Porque no sólo han conseguido ya desgarrar profundamente a la propia sociedad
catalana y dividirla en dos partes cada vez más irreconciliables (y eso es muy
difícil luego de recomponer. Y por cierto, muy difícil de perdonar), sino que
intentan que ese desgarro emocional afecte también a la sociedad catalana en su
relación con la del conjunto de España. Viven del conflicto y la división.
Porque no son patriotas. Y, por ello, azuzan los peores sentimientos y apelan a
algo tan irracional como las vísceras. Y si para sus fines tienen que faltar
flagrantemente a la verdad, lo hacen sin ningún escrúpulo y con el mayor de los
cinismos. Desde la Historia a las balanzas fiscales. De ahí la tremenda
importancia de reivindicar el patriotismo español, entendido como amor a lo
propio (es decir, plural y diverso, afortunadamente) y contrapuesto a un
nacionalismo, que acaba comparando a Cataluña con un país nórdico y al resto de
España con el norte de África. Supina ignorancia en algunos casos (como el de
algún alcalde socialista acomplejado) o manifiesta mala fe y profunda
deshonestidad moral e intelectual en el caso de los actuales dirigentes del
movimiento separatista catalán. Sólo bastaría que se dieran una vuelta por el
conjunto del país para avergonzarse, si tuvieran vergüenza, de lo que dicen.
Los patriotas que, como es mi caso, podemos serlo, sin
conflicto, de Cataluña (amo mi lengua materna y aprecio profundamente las
tradiciones que viví y aprendí en mi infancia) y de España (amo mi otra lengua
y me siento orgulloso de ser español), debemos reivindicar constantemente algo
básico: no existe nada mejor que la democracia basada en ciudadanos libres,
iguales y tolerantes, para que todos podamos vivir de manera acorde a nuestros
valores y afectos y a nuestros sentimientos profundos, desde el profundo
respeto y aprecio a los de los demás. Por ello, los votos de cada uno de los
ciudadanos son sagrados. De todos ellos. Y de la misma manera que produce una
profunda náusea que una parte de Cataluña quiera imponerse al todo, también la
produce que algo que afecta a la totalidad de los españoles se quiera llevar a
cabo sin su concurso. Por ello, produce sonrojo que una parte de la izquierda
española retroceda varios siglos y acepte una lógica pre-moderna y pre-liberal
de España y defienda, dos siglos después de la Constitución de Cádiz, el
troceamiento de la soberanía.
Los europeístas deseamos fervientemente transferir soberanía
a unas instituciones comunes que nos puedan permitir a los europeos defender
con eficacia y determinación nuestros valores democráticos, de libertad e
igualdad, y un sistema económico —la economía de mercado— que ha permitido las
mayores cotas de prosperidad y bienestar que jamás hemos tenido. El europeísmo es un sentimiento patriótico, además de
práctico. Porque puede ser eficaz en el nuevo escenario geoestratégico de este
siglo. Pero, sobre todo, porque parte de una convicción: nos gusta ser
europeos. Y nos gusta llevarnos lo mejor posible con todo el mundo, excepto con
los que quieren destruir nuestro sistema de valores. No renunciamos a combatir
a nuestros enemigos (y desgraciadamente los sufrimos muy a menudo). Pero
sabemos que compartimos un deseo profundo de libertad y solidaridad que hace que,
a diferencia de épocas anteriores, nos sintamos profundamente hermanados con un
portugués, un francés o, aunque nos duela el “Brexit”, un británico. De ahí que
no haya nada más opuesto a un patriota europeo, español y catalán que un
separatista catalán. Porque no son patriotas. Son tóxicos. Como ya nos advirtió
amargamente Azaña, camino del exilio y la muerte.
(Artículo de opinión
escrito por Josep Piqué y publicado por el periódico “El Mundo” el miércoles 13
de septiembre de 2017)
Josep Piqué Camps
(Vilanova i la Geltrú, Barcelona, 1955)
Economista, empresario, directivo y ex político
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