A juzgar por su aspecto, Nicolás Maduro sí hace las tres comidas diarias que no pueden hacer todos los venezolanos que tienen que soportarlo
ROMPER EL ESPEJO
A los tardocomunistas españoles les cuesta condenar a Maduro porque representa una parte de su reciente pasado, porque temen —al menos sus dirigentes— que el régimen bolivariano saque a relucir incómodos datos de mecenazgo, porque se les hace difícil darle la razón a sus adversarios y porque resulta duro admitir que el modelo con el que se han identificado contra viento y marea durante años conducía a un descomunal y clamoroso fracaso. Pero también porque, en el fondo, esa degradación los desaira a ellos mismos por haber elegido un referente tan zafio como heredero de la mística revolucionaria que sus padres simbolizaron en el Che Guevara y Fidel Castro, tipos ciertamente siniestros pero capaces de mantener un indiscutible halo carismático. Nuestra izquierda había logrado, mal que bien, eludir el fiasco en que acabó su admiración sucedánea por el subcomandante Marcos, y creía haber encontrado en el chavismo la legitimidad del legado cubano; ese socialismo de parque temático que la progresía europea, tan urbana y diletante, lleva desde la caída del muro de Berlín buscando en vano para que le proporcione una suerte de pasaporte falso. Pero el espejo de resistencia ideológica se ha roto en pedazos con la evidencia de que su líder es una mezcla chabacana y bananera de autócrata corrupto y de zahorí pirado. Y aunque siempre han encontrado coartadas antiimperialistas para simpatizar con un tirano —«¡Chávez, Chávez y Chávez, carajo!!»—, hasta los izquierdistas más dogmáticos se avergüenzan en su fuero interno de defender a un payaso.
Maduro aplica el culto al líder supremo aprendido del estalinismo
Aun así, su narcisismo les impide mostrarse sinceros porque no pueden desmarcarse de todo eso sin dejar su propia impostura al descubierto, sin reconocer su identidad sentimental y moral y sin abochornarse de su parentesco con ese despropósito estrafalario al que sirvieron, del que copiaron estructuras y métodos y que les dio patrocinio y franquicia a su proyecto. Se agarran a un relato ficticio para descalificar a la oposición venezolana con los viejos dicterios de esbirros yanquis que el castrismo aplicaba a sus desafectos y hasta culpan a quienes reclaman democracia de provocar la represión paramilitar con su diaria riada de muertos. Fustigan incluso a Felipe González como un mercenario de las multinacionales, un lacayo a sueldo de los poderes financieros, y en última instancia se refugian en la trinchera de los prejuicios maniqueos. Pero al mismo tiempo borran de las redes las antiguas proclamas de admiración y respeto y capotean con circunloquios, casuismos y evasivas la abrumadora certeza de la hambruna del pueblo. Ya no se atreven al respaldo expreso. Hay que comprenderlos: debe de ser muy enojoso aceptar que el paradigma de tus convicciones redentoras, el ejemplo en el que se encarnaba tu orden nuevo, no ha resultado más que una sombría derrota envuelta en la parodia de un delirio patético.
(Artículo de opinión escrito por Ignacio Camacho y publicado por el periódico "ABC" el jueves 31 de enero de 2019)