martes, 10 de septiembre de 2019

Fue la historia de un amor como no hubo otra igual





LOVE STORY

Conocí a Guillermo Gutiérrez en Tokio. Fue en mayo del 67. Era como John Wayne: feo, fuerte y formal (así lo describía la mujer del actor para protegerlo de la marabunta de sus admiradoras). Pintaba cuadros diminutos y leía como un poseso. Había nacido en Sama de Langreo. Su familia era humilde. Huyó a París, se fue a pescar sardinas en Islandia y acabó en Japón. No tenía un chavo, pero era rico, como el Ulises de Cavafis, en saber, en amor y en vida. Nuestra amistad fue instantánea. El día en que coincidí con él al arrimo de una academia de mala muerte donde daba clases de español estuvimos cuarenta horas seguidas charla que te charla. Los dos éramos jipis y trotamundos. Volvimos a encontrarnos ya en España, se vino conmigo a Soria una y otra vez, a Montsegur, a cruzar el Sáhara, a vivir en Senegal, a tomar ácidos en compañía de Úrculo y Chicho Sánchez Ferlosio, entre otros, y a recorrer grutas prehistóricas de la cornisa cantábrica en busca de Gárgoris y Habidis. Alquiló una casa en Cudillero y allí se desnucó mientras tiraba de una mesa con una soga. Eso pasó en la Semana Santa del 79.


Localidad de Cudillero en el Principado de Asturias

Algunos años después un policía municipal de Sama llamó a la puerta de uno de los mejores amigos de Guillermo. Lo era desde la infancia. Traía una carta enviada desde Japón por una novia antigua. En el sobre sólo ponía el nombre de su amado, sin dirección alguna, y otro nombre en su reverso: el de la chica en cuestión, que había remitido su misiva al Ayuntamiento. Dentro de ella, en un inglés torpón, Kiyoko Masuzaki decía que no tenía noticias de su novio desde hacía tiempo y que estaba preocupada. El amigo de la niñez respondió poniéndola al tanto de su muerte. Pocos días después alguien telefoneó desde la estación de Oviedo. Era Kiyoko, que se había plantado allí. El viejo amigo fue a Oviedo, vio a una chica de rasgos orientales sentada sobre una maleta y la acogió en su casa. Estaba sola y no sabía ni una sola palabra de español. Quería visitar la tumba de Guillermo. La llevaron a ella. Dejó unas flores, rezó y lloró durante una hora. Con él, con él, con él... Luego regresó a su país. Mónica, la hija del viejo amigo, me envió hace pocos días un correo en el que me contaba esta love story. Acababa de leer un libro mío en el que hablo de Guillermo. Ella dejó de verlo cuando tenía siete años, pero aún recuerda los cuentos que le contaba y las canciones que le cantaba. Creció y tuvo un hijo. Se llama Guillermo.

(Artículo de opinión escrito por Fernando Sánchez Dragó y publicado por el periódico “El Mundo” el domingo 8 de septiembre de 2019)



Fernando Sánchez Dragó
(Barrio de Salamanca, Madrid, 1936)
Escritor, divulgador cultural y licenciado en Filología Románica

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