EL MIR DOCENTE
Y LA PEDAGOGÍA
Hay batallas que uno debe librar. Eludir la confrontación
cuando está en riesgo algo tan sustancial como el futuro de nuestra sociedad,
inevitablemente relacionado con la deriva de nuestra educación, supone una
claudicación inaceptable. ¿Y cuál es enemigo? El enemigo es el pedagogismo, que
se manifiesta por medio de la imposición de una Metodología Única, como el
anillo de Sauron, y que culminará el largo proceso de devaluación de la figura
del profesor y, por extensión, de la enseñanza, tal y como algunos todavía la
entendemos, esa devaluación que se refleja en el sometimiento a las modas
educativas y a la Santa Innovación (la innovación: un clásico de todos los
tiempos), pese a que la educación debería estar al margen de tendencias, ser
impermeable (¿insobornable?) a los planes de gurús, iluminados y aprovechados,
y estar sólidamente anclada en la evidencia y en la experiencia.
Plan pedagógico para un país instalado en la utopía
Últimamente, está en el candelabro el llamado MIR docente.
El PP, posado o robado, se muestra orgulloso de la criatura. Ciudadanos reclama
la paternidad e insiste en que músicos, matemáticos o filólogos «se formen en
Pedagogía». El PSOE pone algún pero a las siglas, aunque fue Rubalcaba el que
habló de MIR por primera vez. Y Podemos... Bueno, Podemos habla de los
recortes, como si un mal sistema pudiera convertirse en bueno solo con dinero. Dice el principio de Hanlon que
no hay que atribuir a la maldad lo que pueda ser explicado por la estupidez.
Pero no olvidemos los intereses económicos que se esconden tras determinados
planteamientos (“It's strictly business”,
decía Al Pacino en “El Padrino”), ni descartemos el propósito de idiotizar a la
sociedad (nadie hay más manipulable que un ignorante). Sea como fuere, y se
deba a torpeza, avaricia o perversidad, la imagen deformada y falaz que se
difunde de la educación actual y de los profesores sirve de subterfugio para
intentar transformarla en una especie de institución terapéutico-emprendedora
cuyo fin ya no sería salvaguardar y transmitir los distintos saberes sino tener
recogidos a los muchachos en un estado de comodidad tontorrona, en una suerte
de hibernación new-age, porque, como
dirían Faemino y Cansado «mejor se está aquí que delinquiendo».
Un abrumador número de estudiantes se escuda en el pretexto de que estudiar no sirve para nada con el fin de no hacer nada, cuando no hacer nada es lo que en realidad no sirve para nada
Asegurar que la enseñanza es
«excesivamente memorística» lleva a sugerir que se elimine la memorización (¿pero
puede decirse que algo se ha aprendido si no ha sido fijado en la memoria?).
Juzgar que los exámenes son «discriminatorios» (lo son, desde luego; lo
importante es que discriminen con justicia) o que las tareas escolares «roban
la infancia a los niños» (las horas viendo la tele o jugando con dispositivos
electrónicos, se conoce que sí son provechosas), propicia que se demande la
supresión de unos y de otras. Hasta se nos pide a los profesores que
dispensemos felicidad a nuestros alumnos, como pastillas de soma (lo cual es
una estupidez; primero, porque si yo enseño felicidad no puedo enseñar música;
segundo, porque aprender es enriquecedor a medio o largo plazo, pero no siempre
nos procura placer inmediato; tercero, porque les aseguro que a mí la música me
ha dado muchos momentos de felicidad), y que condicionemos los contenidos a sus
motivaciones, cuando nuestra responsabilidad no es adaptarnos a ellos sino
educarles según nuestro criterio y visión experimentada, abrirles puertas en
lugar de cerrárselas. Volvamos al MIR docente,
estandarte del próximo pacto educativo. ¿Se pueden resolver los problemas que
el pedagogismo ha creado (el énfasis en los procedimientos en detrimento de los
contenidos, el igualitarismo a la baja, un modelo fraudulento de atención a la
diversidad que no se ofrece a quien lo merece sino a quien prefiere optar por
el atajo...) con más pedagogismo? En ese MIR, no esperen formación en la
especialidad (como en el MIR médico) sino más adoctrinamiento en pedagogías
ortodoxas.
Se pretende, al mismo tiempo que
se critica la supuesta homogeneización de la escuela, imponer un modelo único
de educación, una Pedagogía para gobernarlos a todos, atentando contra la
libertad docente del profesor. Porque enseñar no es algo tan simple ni tan
pobre como los adalides de la modernidad quieren hacer creer. La actividad que
un buen docente realiza no se limita a una sola estrategia sino que requiere de
una metodología variada, flexible (y muy personal) que le permita adaptarse a
cada situación. ¿Y saben qué es lo esencial? Que domine profundamente su
materia. Esto que acabo de decir, que a muchos escandalizará, está respaldado
por la evidencia, pero sobre todo lo confirma la experiencia del día a día en
el aula. Cuanto más enseñas, más te das cuenta de la importancia de estar muy
por encima del nivel que impartes porque, cuanto más sabes sobre aquello que
has de transmitir, más opciones, enfoques y perspectivas distintas se te
aparecen, mayor es tu capacidad didáctica y más persuasiva y convincente tu
manera de explicar la asignatura.
Pero no es esto lo que se lleva, no. Hoy, hay que
entretener. Asombrar. Epatar. Estamos en la era del espectáculo, de O.T., de
los profesores mediáticos que se suben a las mesas para que sus alumnos les
aplaudan al grito de «¡Oh, Capitán, mi Capitán!», de los premios y los
congresos y los concursos y las aclamaciones y los retuits, cuando no hay labor
menos mediática que la docente. Ante quienes nos acusan de no estar bien
formados y nos reclaman que seamos divertidos y «grandes comunicadores», yo
reivindico normalidad, naturalidad, discreción, rigor y seriedad, y les digo
que solo formando personas cultas podremos aspirar a una sociedad de auténticos
ciudadanos.
(Artículo de opinión escrito por Alberto Royo y publicado
por el periódico “El Mundo” el martes 27 de febrero de 2018)
Alberto Royo
(Zaragoza, Aragón, 1973)
Profesor de enseñanza secundaria, escritor, guitarrista y musicólogo
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