CAÑA AL FUNCIONARIO
El diccionario es cruel con el
término «funcionario», al que le asigna media docena de sinónimos tan poco
caritativos como burócrata, chupatintas, paniaguado, covachuelista o subordinado.
Desde Larra hasta Valle Inclán y de Cadalso a Cela, la mejor literatura ha
adornado al empleado público con toda suerte de vicios y corruptelas, hasta el
punto de que ha pasado al imaginario colectivo como la expresión más acabada
del parásito social. De ahí que, en no pocas ocasiones, los funcionarios sean
la presa más fácil sobre la que descargar los rigores de la austeridad. Como el
rejonazo que acaban de sufrir en su extra de Navidad.
Sin embargo, no hay nada
más alejado del parasitismo que un médico, un militar, un policía, un profesor
o un juez, que son la médula de la función pública. Es verdad que el sector
público goza de condiciones laborales envidiables por su estabilidad y por su
garantía salarial. Pero casi no se repara en que para alcanzar ese empleo, el
funcionario ha tenido que superar pruebas de ingreso muy exigentes y
enfrentarse a oposiciones de gran dureza. Por lo demás, la mayoría se gana
cumplidamente su salario al servicio de los ciudadanos en áreas tan vitales
como la salud, la educación, la seguridad o la ley.
Podrá discutirse si España necesita 2,6 millones de funcionarios, si no
son excesivos para un país que demográficamente ha entrado en regresión y
económicamente en parada cardiaca. Es probable que con un 20% menos de
trabajadores, nos arreglaríamos en lo fundamental y el ahorro compensaría el
sacrificio. Pero si el gasto público está desbocado, los culpables no son
precisamente los funcionarios, sino otros que han usurpado sus funciones. O
sea, los enchufados y colocados a dedo, o mediante inverosímiles procedimientos,
como empleados públicos por las castas políticas municipales y autonómicas. Se
calcula que un millón de ellos calienta las sillas de 4.500 empresas públicas,
entes oficiales y organismos de variado pelaje.
El mérito mayor de estos
mantenidos, cuyos sueldos rivalizan con los de un médico o de un maestro, es
ser pariente, amigo o conmilitón del gobernante de turno. Si a esta fauna le
sumamos los cientos de diputados autonómicos y su cohorte burocrática de
secretarias, chóferes y asistentes, la conclusión a la que se llega es muy
sencilla: la poda, si quiere ser equitativa, ha de hacerse en otros predios
antes que en el sueldo de una enfermera o de un guardia civil. Lo que procede,
en suma, es que los gobiernos autonómicos redecoren con menos escaños sus
relamidos parlamentos, que son la versión pop del viejo casino provincial,
cierren al menos un tercio de las empresas que montaron en plena burbuja y
licencien a sus amiguetes con un beso por mejilla.
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