EL CLAN
DE LOS
PALEOANDERTALES
En
la antigua necrópolis de Saqqara, lugar donde se cree que fue escrito el papiro
del príncipe Ipuwer (alrededor del año 1850 antes de nuestra era), han sido hallados
más fragmentos que atestiguan la destrucción de bibliotecas en aquella época
del II Período Intermedio del Antiguo Egipto. Lo más sorprendente del descubrimiento
es que se ha logrado descifrar la crónica de un escriba egipcio llamado Intef, nombre
que significa “aristócrata de nacimiento”, quien dedicó gran parte del final de
sus días a la observación de un grupo de homínidos aún instalados en la Edad de
Piedra.
Formado
por cazadores que vestían pieles de animales, aquellos salvajes buscaban
refugio en las cavernas para protegerse del frío y las alimañas durante la
noche. Era una época en la que la civilización del Nilo sufría convulsiones
sociales, pues “el agua del río se convertía en sangre, el pobre se hacía rico;
el rico, pobre; y la guerra, el hambre y la muerte se enseñoreaban por todas
partes”. Por eso Intef huyó hacia el sur, a las misteriosas infrarregiones más
allá de Nubia, disponiéndose para aguardar tiempos mejores. Pero no perdió el
tiempo, siguió tratando de alimentar su genuina curiosidad innata, y gracias a
su empeño, hoy disponemos de un testimonio con valor incalculable.
Muestra de uno de los 17 fragmentos del "Papiro de Ipuwer"
(Museo Arqueológico Nacional de Leiden, Holanda)
Los
paleoandertales vivían siempre pendientes de buscar algo que cazar para comer.
Si alguien erigía, colocando una piedra sobre otra, una especie de tótem con
forma de menhir o primitivo obelisco para adorarlo, los cazadores lo derribaban
a empellones y pedradas gritando que eso no servía para nada, que era inútil.
En una época anterior los permitieron porque las mujeres de la tribu alegaban
que favorecían la caza. Como sucedió una terrible sequía en la que no
encontraban nada más que animales muertos, el jefe ordenó entre blasfemias que
no quería ver más ningún amuleto inservible, ya fuera un cuerno de antílope o
una piedra torpemente desbastada. A quienes pretendían cantar, los adultos les ordenaban
cerrar la boca arguyendo que atraían de esa forma a los depredadores. Para el
canto estaban los pájaros, aunque éstos tampoco podían hacerlo, porque todos
los de las proximidades ya los habían capturado. En el entorno del clan no se
oía más que un silencio terrorífico por el hecho de que todos miraban a los
machos dominantes para ver qué es lo que habrían de hacer.
Cueva prehistórica de Cala Morell
(Menorca)
Asombrados
por encontrarse en una ocasión a un hombre vestido con ropas de tejidos
extraños y mejor elaborados que los suyos, lo atraparon para sonsacarle de
dónde venía y a qué se dedicaba. En realidad, era un filósofo mendigo que huía
del desastre en que se hallaba sumida la ciudad de Tebas. El pobre, enflaquecido
por la nula renta que le proporcionaban sus teoremas, se puso a trazar con una
vara en la arena raros signos jeroglíficos, círculos y otras formas geométricas
que los paleoandertales no comprendieron. Con gestos amenazantes le dieron a
entender que para qué servía todo aquello, y como el anciano no les supo
responder, lo mataron entre risas de desprecio y jolgorio colectivo. De nada le
sirvió rezar un poema suplicando que no lo hicieran. A ellos no les cabía duda
de la superioridad de su raza. Eran efectivos, tanto, que se lo comieron. No
hacían nada bajo lo que no subyaciera el interés supremo de la subsistencia. Lo
importante era prevalecer. Nada de historias ni figuras ni declamaciones ni garabatos
ni nada. El que aquel pseudoanacoreta estuviera tan escuálido les corroboró en
la creencia de que era un viejo inepto. Nada de lo que les hubiera intentado
transmitir sería fructífero. Ellos, en cambio, habían demostrado su
superioridad porque no desperdiciaban nunca ninguna oportunidad de obtener
beneficios. Siempre estaban al acecho de la carne nutritiva.
Dibujo de un mamut, animal extinguido por la persecución intensiva
a que fue sometido por los seres humanos en la Edad de Piedra
Como
ocho siglos después hiciera el pueblo de Esparta entre los griegos, parecían
vivir sólo para la guerra contra la naturaleza que los rodeaba. Los niños eran
educados en el arte de matar para obtener calorías. Si alguno observaba las estrellas
preguntándose qué sentido tenían, era castigado con varias jornadas a la
intemperie, abandonado con un hacha de sílex para que aprendiera a defenderse. Si
a otro se le ocurría ponerse a bailar, le recriminaban ese gasto de fuerzas tan
necesarias para perseguir a las presas. La obsesión por obtener alimento era su
dogma. Nada que no fuera en esa dirección tenía sentido alguno. Por eso no dejaron
trazos de ningún arte reconocible y no habíamos sabido nada de ellos hasta
ahora.
En
un fragmento de lectura difícil, por estar muy borroso, el nomarca Intef nos
cuenta cómo acabó la historia de aquella manada de bárbaros: “Sobrevino una
epidemia inesperada e inexplicable que hizo sucumbir a todo animal comestible
en varias horas de marcha a la redonda. Al verse sin nada que comer, empezaron
a devorarse entre ellos hasta que sólo quedó el último, el más fuerte y astuto.
Lamentablemente, cuando se vio solo, ya no tenía nada más que llevarse a la
boca. La inanición y el agotamiento fueron consumiéndolo poco a poco hasta
quedar de él un esqueleto indistinguible de los de las fieras que se calcinan
en el desierto”.
(Relato escrito por Andrés González Déniz)
Un actor disfrazado de Neanderthal, especie del orden de los primates y la familia de los homínidos que pudo ser exterminada por el hombre de Cro-magnon en torno al año 28000 a.C.
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