En marzo del año 2006 aparecía este libro compendiando los artículos inéditos que durante tres años, del 2003 al 2005, no pudieron ver la luz de la imprenta en ningún periódico, especialmente en "La Gaceta de Canarias", diario tristemente desaparecido en el 2008. Dejé de colaborar con este rotativo en marzo del 2007, por lo que no me traumaticé pensando en que hubo una relación entre su cierre y mis colaboraciones. La vida de un periódico tiene más que ver con los ingresos obtenidos por la publicidad insertada, que no con la calidad de sus columnas y reportajes. En ese proyecto trabajó mucha gente con ilusión y la culpa de su declive y desaparición no es de un hombre solo, ni siquiera de un solo factor, sino de varios. No voy a entrar en disquisiciones analíticas pero, en líneas generales, su muerte fue un serio aviso para navegantes de la red: el futuro de la prensa escrita está en las ediciones digitales y "La Gaceta de Canarias" no invirtió o no tuvo capacidad financiera para elaborar una potente versión virtual paralela a la edición de papel. En eso los articulistas no tuvimos nada que ver, pues la tímida página web inactualizada que se llegó a producir carecía por completo de la sección de opinión.
Volviendo al libro en sí, diré que se trata de un volumen variopinto en donde predominan las reflexiones políticas. Como supuse que su contenido resultaba incómodo de publicar, la elección del título me pareció justificada. En cierta manera era una pequeña vendetta, un resarcimiento para aquellos artículos que escribí y que a mi juicio debieron publicarse en un sistema que tanto presume de libertad de expresión, aunque ya se ve que de boca para afuera. Aquí, en España, los dueños de los medios, las instituciones y las potentes empresas que pagan los anuncios son las que mandan y deciden qué se ha de publicar y qué no. Unas presionan amenazando con retirar su publicidad, otras con no insertarla, y los propietarios de los medios, que están para ganar dinero en esto como lo estarían produciendo salchichas de Frankfurt, andan siempre con el radar puesto para detectar, alimentar y adular a las fuentes de su negocio. En cuanto al margen de libertad restante que tienen, lo utilizan para publicar lo que les sale de los cajones. A mí también me salió de un cajón publicar este libro de mi bolsillo, así que tengamos la fiesta en paz. La diferencia es que no se puede luchar desde un centenar de ejemplares contra los miles de la prensa diaria. Claro que esos centenares durarán más que el único día en que un periódico vive. Algo es algo.
Franz Schubert interpretando para la condesa Esterhazy
De todos los artículos reproduciré uno al que le tengo especial cariño por tratar de un músico al que venero. Sin más preámbulos, aquí está lo que escribí sobre el inmortal compositor del "Ave, María" que se canta en todas las iglesias y en casi todas las ocasiones:
SCHUBERTIANA
Un carruaje se desliza por las feraces tierras de Lichtenthal llevando dentro un hombre. Por su cabeza pasan las notas de la única sinfonía que no pudo acabar. Ve por última vez los paisajes de una infancia remota e irrecuperable. Al imperio austrohúngaro le quedan menos de cien años para derrumbarse. A su vida, acosada por la sífilis y las fiebres tifoideas, sólo le faltan algunos días postrado en una cama para decir el último adiós entre fraes delirantes de devoción por Ludwig van Beethoven.
Franz Schubert agoniza y llora. Las lágrimas le saben al agua de los lagos de su patria. Quiso ser grande y obtener triunfos en Viena, pero sólo alcanzó un pequeño reconocimiento meses antes de que todo acabase. Los bosques, las montañas nevadas, los castillos, las agujas de los tejados de las catedrales, siguen dando fe de una grandeza en la que no le cupo ser integrado. Echa de menos a su madre y a la única novia que tuvo y le abandonó por un aprendiz de carnicero. Teresa Grob se llamaba. Sabe que todo está resuelto, que no volverá a pisar las calles de la capital del imperio, que las máscaras de carnaval y los nobles enfundados en vestidos de gala bailarán valses en su ausencia sin que apenas alguien le vaya a echar de menos.
Una vida tan corta, treinta y un años, para tanta condensación de sufrimiento. Llegó a tener que alimentarse con un vaso de agua endulzada por un terrón de azúcar. Durmió en un colchón arrimado a la cama de una habitación alquilada por su amigo Spaun. Compuso música sobre papel de estraza en las tabernas por carecer de piano propio. Su origen campesino le discriminó para el resto de su vida, no obstante haber elucubrado melodías de ángeles.
Schubert soporta el traqueteo de la carroza cuando atraviesa un sendero pedregoso y con baches. Los dolores que siente son tan intensos que se neutralizan unos con otros. De catorce hermanos que nacieron en su familia, perdió nueve. Fue expulsado del hogar paterno por querer dedicarse exclusivamente a la composición de partituras. Vio el cielo despejado y limpio sobre la cúpula de San Carlos Borromeo. Padeció el aterimiento del duro invierno y la miseria más lúgubre. Habitó en un callejón infecto de los que se construyeron dentro del anillo de la ciudad amurallada para repeler las invasiones turcas. Perdió el cabello por completo al contraer el mal napolitano y se sumió en una depresión profunda. Cuando bebía, le daba por arrinconarse y romper el vaso de vino con el que brindaba a la salud de las quimeras de la fama y la gloria.
Ahora recuerda las correrías de niño por aquellos prados ondulantes, los juegos y la búsqueda de escondrijos en las raíces de los árboles. Franz Peter Schubert sabe que se está muriendo como su sinfonía número ocho, la inacabada. La tristeza infinita de sus notas no puede prolongarse. La melancolía que emana es rotunda y aplastante. Evoca tiempos felices entremezclados con el resquemor de su pérdida. La composición musical no contiene una sola palabra y lo dice todo acerca de un ayer de esplendor que nunca podrá rescatarse: el fulgor de la inocencia, los primeros años inconscientes de la infancia. Late un trasfondo premonitorio de la decadencia de un imperio que se desmorona, de una corte habsbúrgica obsoleta que se viene abajo. Schubert ha creado la música que le correspondía a los dioses y lo sabe. La orquesta de San Francisco dirigida por Herbert Blomstedt está reproduciendo un sonido espectral que cruza las dos centurias que separan la época de Schubert del actual siglo veintiuno. Y puedo imaginar la mirada vidriosa por el llanto del genial compositor que observa por última vez los campos de vides y las cabañas de madera de sus compatriotas austriacos. El gusto rococó del interior de las iglesias católicas da prueba del perfeccionismo de su aristocracia, el apego al lujo, la concepción de la vida como una sala de espera en busca de un paraíso que en el cielo quizá nos aguarde. Asimismo dan fe del sibaritismo eurocéntrico los teatros de Viena, sus cafés, palacios, jardines, fuentes y estatuas, los desfiles militares, la caballería marcando el paso frente al emperador Francisco II y la emperatriz María Teresa de Borbón-Nápoles, los embajadores, los bailes de salón a la luz de los candelabros. De todo eso Schubert soñó participar y no obtuvo invitación alguna.
" Franz Schubert tocando el piano", de Gustav Klimt
El tiempo pasado y la irreprimible amargura de su música sigue intacta. Él escribió una vez que nos pasamos la vida yendo del uno al otro, pero la realidad es que no nos encontramos nunca. También solía preguntar a sus amigos si conocían canciones que no estuvieran llenas de congoja. De pequeña estatura, feo, ventrudo, cuellicorto y miope, tampoco la naturaleza quiso concederle la prestancia física. Su vida fue un cúmulo de fracasos, y aunque compuso misas, lieds, cuartetos, sinfonías, sonatas, una obra inmensa para quien vivió solamente tres décadas, tengo la sensación de que toda su desolación interior se concentró en una obertura en B menor, la que da comienzo a una pieza instrumental tan irrealizada como su propia vida de hombre.
Franz Peter Schubert (Viena, 1727-1898)
andres me siento un privilegiado por poderte leer
ResponderEliminarmuchas gracias por hacer de este blog nuestro blog.