"Conocemos las piedras. Son como las personas: ásperas, suaves, rojizas, porosas, jóvenes, viejas, pulidas, arrugadas, con venas, cortantes, astutas, bonachonas, que te sujetan cuando resbalas; desleales, que se ríen de tu desgracia, fieles, aguantan durante siglos sobre los cimientos, cumpliendo su deber; bobas, ceñudas, pretenciosas, que sueñan con convertirse en lápidas conmemorativas; sencillas, que te sirven sin pago a cambio, tendidas en el empedrado formando hileras interminables lo mismo que el pueblo, sin nombre, sin nombre, sin nombre por los siglos de los siglos."
Este libro contiene las memorias de la niñez en una ciudad vieja que terminará siendo pasto de las llamas a causa de la II Guerra Mundial. Cómo serán de inconscientes los niños que, desde lejos, al divisar las llamas, se ponían a presumir porque la columna de fuego que salía de su casa era más alta que las otras. Será también que los que nada tienen, nada temen perder ni valoran lo que se tenga. Así son los tiernos infantes. Tal es su egocentrismo que no le dan ningún valor al pasado, ni siquiera en lo más mínimo, y en cuanto los sacas de la ciudad donde se criaron, se extrañan de todo lo que ven porque les resulta desconocido, ya sean boñigas de vaca o los pajarillos negros con el pico anaranjado que llamamos mirlos.
Aquí se condensa la historia de los vaivenes de la guerra en una apartada localidad de Albania. Ocupación italiana, ocupación griega, ocupación de columnas escuálidas y harapientas de la guerrilla comunista, ocupación nazi en represalia y suma y sigue hasta que se implanta el totalitarismo de Enver Hoxa con el apoyo soviético.
Un soldado rojo es fusilado por sus propios camaradas al haberse excedido en el cumplimiento de su deber. Era Tare Bonjak. Tenía la misión de matar a Mak Karllashe y su hijo, declarados enemigos del pueblo por burgueses, pero se le fue la mano con la metralleta y asesinó también a la hija que trataba de agarrarse a su padre.
Aparecen cadáveres con trapos blancos que anuncian cómo responderán los oponentes a la llegada del terror comunista, y al día siguiente ocurre otro tanto con cuerpos sin vida de fusilados y letreros encima que avisan de cómo se responderá al terror blanco de los resistentes. Se desprende mucho odio de los albaneses hacia los italianos invasores, abundan los cambios en el poder de un día para otro, hay confusión, incertidumbre, barro, lluvia interminable y la omnipresente constancia fría de las piedras en la ciudad natal del autor de estas memorias. Un detalle valioso: la gente gritó con mucho más dolor cuando vio arder el ayuntamiento, porque allí estaban las escrituras de sus propiedades, que cuando se tropezaba por la calle con personas muertas, semienterradas por los escombros, debido a los bombardeos de los aviones británicos. De hecho, se acostumbraron a las explosiones como una rutina diaria hasta tal punto que se citaban para beber café o charlar un rato tomando las horas de los bombardeos como referencia.
Menos mal que entre tanta grisura de color pétreo y tanta negrura por el humo de los edificios calcinados, aparece un elemento cómico. Ocurrió cuando desde una avioneta un piloto alemán despistado, o que simplemente había rehusado cumplir con su deber alejándose del radio de acción de su cometido, dejó caer unas octavillas que comenzaban con un llamamiento: "¡A los ciudadanos de Hamburgo!"
Gjirokaster, villa natal del autor, en la actualidad
"La gente era, por lo general, insoportable. Eran capaces de hablar con placer durante horas enteras de las estrecheces económicas, del pago de las deudas, del precio de los alimentos y otras cosas igualmente aburridas, y cuando salían a colación asuntos brillantes y divertidos, todos parecían volverse repentinamente sordos". Ismail Kadaré demuestra con observaciones como ésta que sabe ver y probablemente lo que ha visto le ha convertido en un misántropo. Y un misántropo melancólico por nostálgico, porque cuando después de mucho tiempo regresa a la ciudad que le vio crecer, le da la impresión de ver en las sombras de las piedras de las casas y las callejuelas, los rostros y las siluetas de las personas que las habitaban y a quienes conocía: "La abuela Selfixhe, Xhexho, tía Xhemo, la abuela grande, doña Pino... Ya no están. Pero entre las encrucijadas, por los rincones de los muros, me ha parecido ver unos contornos conocidos, algo semejante a rasgos humanos, a sombras de mejillas y ojos. Ellas están allí, perdurables, incorporadas a la piedra, junto con las huellas que han dejado sobre ella los terremotos, los inviernos y las tempestades humanas."
Vista aérea del lugar evocado en esta obra
Ismail Kadaré (Gjirokaster, Albania, 28 de enero de 1936)
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