lunes, 27 de abril de 2009

El poema de la aventura inútil


Conocí a José Hierro una noche indeterminada en el alborear de este siglo. Había venido para recitar unos poemas en el Centro Insular de Cultura sito en la calle Primero de Mayo, hoy inexistente por derruido. Leyó poemas largos de carácter urbano y colectivo. Tenía una voz ronca y profunda. Por momentos parecía más periodístico que lírico, como si estuviera más interesado en la denuncia social que en la confesión íntima. Al final, en la ronda de preguntas, salió entre el público el clásico loco ofensivo que nunca suele faltar a este tipo de citas. Pepe lo toreó como si estuviera habituado a esta clase de imbéciles que han perdido la chaveta y derraman soberbia y desfachatez a manos juntas. Suelen ser individuos que dan la impresión de estar desequilibrados por el exceso de drogas consumidas, la frustración por no conseguir un éxito que les resulta esquivo y la altanería de un egoísmo sin medida. El poeta salió de allí como pensando que se había ganado los garbanzos esa noche. Pagaba el Cabildo, regido en ese momento por socialistas. Alguien me dijo que fuéramos a distancia tras él para tomarnos un café o un buen vino. Entonces fue cuando me acerqué y pude ver al hombre que se había convertido en un mito en vida. Parecía hecho del material de su apellido. No estaba para frivolidades ni estupideces. Tampoco dijo nada del otro mundo. Bebió, fumó y no fue maleducado ni deseoso de brindar cortesías. Aquel hombre había conocido cinco años de cárcel, de 1939 a 1944, por formar parte de una organización clandestina de ayuda a los presos políticos que habían perdido la guerra civil, entre cuyos integrantes se encontraba su propio padre. Aquel superviviente que tenía delante de mí había conocido gran parte de la flor y nata literaria del país durante el siglo veinte. Y no lo parecía, porque callaba. Un adulador, que no sé qué pretendía sacarle, intentaba con insistente afán pedirle que se dejase ver al día siguiente en el hotel para pasear y charlar un rato. Otro le preguntaba banalidades como qué tal se lo estaba pasando en la isla y para cuándo tenía prevista la vuelta a casa.


Yo observaba. Seguramente le pregunté algo sobre Miguel Hernández o Antonio Machado, Jorge Guillén o Gerardo Diego, pero no recuerdo nada. Tal vez la sensación de que no quería soltar prenda sobre el pasado ni mantener una conversación sobre literatura. Venía de vuelta de todo. Recuerdo vívidamente que más bien lo miraba asombrado de que estuviera tan recio y despierto, habiendo vivido y fumado tanto. En ese momento tendría cerca de ochenta años y, en efecto, al poco murió de un enfisema pulmonar en una clínica madrileña con esa edad exacta. Una vez leí un prólogo a un libro recopilatorio suyo para la editorial Cátedra escrito por él mismo. Estaba compuesto en un estilo tan condensado y sintético como solamente lo había visto en otro prefacio de Emilio Alarcos Llorach a su célebre Gramática o en la inmejorable escritura del autor latino Tácito.
Seguí mirándolo. Eso es lo que recuerdo. Las venas de sus sienes. La testa calva y rasurada de un patricio de las letras. La mirada curtida por la experiencia, el sufrimiento y las estrecheces en sus ojos. La voz renqueante del que tiene autoridad o ha disfrutado muchas juergas interminables. La voz del náufrago de un mundo que desapareció y se sabe solo. Yo lo sigo viendo allí, en aquel café con barra y butacas de madera en una calle transversal a Triana, tal vez la dedicada a Domingo J. Navarro o la de Perdomo. Lo volví a ver después en los periódicos, cuando estaba entubado a una botella de oxígeno, asifixiándose y muriendo. Pero no, aquél no podía ser él, como tampoco el abuelo tierno al que abrazaban nietas e hijos en otras fotos retrospectivas. El poeta que yo conocí está firme, duro, hermético y de pie bebiendo un Rioja con la mirada ausente e introvertida en sus recuerdos. Y siempre seguirá allí. Cualquier día volveré a pasarme por aquel bar para tomarnos otra copa.


VIDA

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito "¡Todo!", y el eco dice "¡Nada!".
Grito "¡Nada!", y el eco dice "¡Todo!".
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada).

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto, todo para nada.

(Último poema de José Hierro extraído de su libro
Cuaderno de Nueva York,
Madrid, Hiperión, 1ª edición, 1998)

José Hierro del Real
(Madrid, 1922 - 2002)

2 comentarios:

  1. Buenas noches Andres, termino de leer la preocupante noticia de que Mario Benedetti esta ingresado en Uruguay y se esperan noticias no muy buenas.
    Pues justo hoy entro en su "lugar mágico" y me encuentro con su post sobre Jose Hierro con ese poema final que lo resume "todo" en la ·nada".
    ¡Dios mio gracias por permitirme conocer tanta belleza!
    Dulces sueños.
    Una mujer

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  2. No merezco tanta amabilidad. Así y todo, reconozco que usted me recompensa con sus palabras por lo que hago y eso me estimula para seguir adelante. Gracias.

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