miércoles, 1 de abril de 2009

Ya nadie llora por Stalingrado



LA BATALLA DE VOLGOGRADO

El mariscal de campo Friedrich von Paulus está bajo su capa oscura,
enfundado en sus brillantes botas negras de cuero hasta las rodillas,
con la insignia de la Cruz de Hierro ornamentada por hojas de roble,
con espasmos nerviosos en el pómulo izquierdo y casco de acero
tomado de un oficial que causó baja. Sale del búnker en el Kessel
de Stalingrado para pasar revista a lo que resta de sus tropas.


Está en el sañudo invierno de su senescencia, y la juventud
de los soldados le da pesadumbre porque no confía en su caquexia
lamentable. Circunrodea los cráteres de las bombas llenos de agua
cristalizada por las lluvias: los termómetros
indican hoy más de veinte grados bajo cero.
No estrecha las manos llenas de piojos y con vendas
de sus subordinados, saluda con mirada tétrica y una mueca
de sonrisa triste y demacrada en los labios. El tifus, la diarrea
de la disentería y el escorbuto los están diezmando. Resuenan
en la noche los disparos mortíferos de los francotiradores rusos.
Las bengalas en la noche iluminan la posición a la que disparan.



Sabe que su sexto ejército, vanagloria de la Werhmacht
con que Hitler afirmó que se atrevería
a conquistar el cielo, está cercado.
"Ni un paso atrás", es la orden, "lucharéis hasta el último cartucho".
Ha renunciado a negociar la tregua, incluso la digna rendición
que unos mediadores soviéticos de la siniestra NKVD
le ofrecieron. El ascenso a la cúspide militar, que le brindó
el gran Führer, es una invitación al suicidio marcial tras la derrota.



Unos sesenta gramos de rancio pan es la dieta magra de sus hombres.
Ni siquiera cuentan ya con estiércol y papel para liar cigarrillos.
Beben su orina antes de que se congele casi de inmediato.
Carecen de municiones, disponen de a lo sumo dos proyectiles
por individuo, que deben usar cuando el objetivo esté próximo.



Los soviéticos han disparado al blanco sobre los niños que les traían
agua del Volga. Ahora no importa, de todos modos está congelada
y resultaría inútil. Unos sacos de granos podridos son los únicos
víveres que les quedan. Utilizan pilas de cadáveres amontonados
en lugar de barricadas encima de las trincheras. Carecen de cañones
antitanque y la proporción de fuerzas es de al menos
uno contra cinco efectivos favorable al Ejército Rojo.
Oye gemidos por todas partes
y ya no puede firmar licenciamientos a casa para los heridos.


El último aeródromo militar de evacuación fue bombardeado
en Pitomnik. Aún recuerda el mensaje telegráfico que recibió
tras su cierre. Los aparatosos Junkers chocaban entre sí
en el despegue cuando caían abatidos por el fuego antiaéreo.
Un avión al elevarse sufrió un fatal deslizamiento
de su carga de lisiados, adquirió posición vertical
y se desplomó hecho una bola de fuego
después de que sus motores reventaran
haciendo espeluznantes chirridos.



Los hospitales de campaña son túneles excavados en las laderas
donde no queda oxígeno respirable, llenos de gangrenas y sangre.
Los afectados por las fiebres tifoideas tienen el rostro deformado
por una extraña tintura verde, sus labios cuarteados y podridos.
Algunos han comenzado a practicar el crudo canibalismo, porque
ya no les basta para sobrevivir con robarles las ropas a los nuevos
muertos, a quienes una vez rígidos resulta imposible despojarlos.



Oye decir que esperan la ayuda de la Luftwaffe, cuyas sacas
de alimentos o caen en el terreno de nadie o del enemigo.
Les hacen creer que se preparan dos ejércitos para su rescate,
pero no saben que su papel es resistir para entretenimiento
de las fuerzas adversarias, dado que Rommel se bate en retirada
por el desierto, y la amenaza de un desembarco en Europa
por parte de los americanos es inmediata. La Rusia sin dioses
está destrozando a la Alemania del cristianismo protestante.
Los defensores de la fe y los curiales intereses vaticanos
están cayendo desintegrados bajo el patriotismo bolchevique.


Sólo queda un transmisor de radio para conectarles a una tienda
con el resto del mundo. Un suboficial ha logrado pintar un cartel
esas navidades con la imagen de la Virgen María y el lema
de la "luz, amor y vida" entre sus brazos. Los soldados se apretujan
por la noche bajo una manta para no desperdiciar calor humano
compartiendo sus alientos comunes.
No tienen fuerzas por el cruel insomnio
de las guardias, la escasez de la dieta y la ausencia de medicinas.


Los cirujanos han improvisado escalpelos con latas afiladas.
Se atiende a los que aún caminan, porque pueden ser dados de alta
de nuevo para el servicio, todos los demás se arrojan a un lado
y mueren de congelación, por hemorragia, la septicemia o el hambre.
Paulus sabe que reagrupando a lo que le queda de sus compañías
podría tratar de abrir una brecha y escapar del acorralamiento,
pero un mariscal alemán desobedece las órdenes recibidas
nada más que en caso de mejorar las probabilidades de victoria.


Dos mujeres civiles están friccionando las piernas a un teniente,
tratando de reanimar su circulación sanguínea. Impresiona
la humanidad de estas pobres cautivas que han sido ultrajadas
de todo lo que poseían por el avance demoledor durante
el precedente invierno. Asegura a sus soldados que si caen
prisioneros sufrirán torturas innombrables. Ordena disparar
a los desertores y tiene ocasión de ver cómo sus directrices
se cumplen. Desconfía de los rumanos que le apoyan en el este
y sus temores se ven fundados cuando aquella ala se derrumba.


Le quedan prisioneros hiwis, valerosos tártaros, y un tercio
de los componentes iniciales de sus compañías que refunde
otra vez. En agujeros cubiertos por lonas visita los puntos
de su táctica defensiva en forma de erizo. En algunas
fosas no quedan más que cadáveres renegridos. La ofensiva
llegará antes del amanecer de esa noche interminable.


El general Paulus es capturado con sus inmediatos colaboradores.
Está enfermo, con la expresión ausente, camino del interrogatorio.
No responde a sus captores. No sabe nada de lo que habrá ocurrido.
No tardará mucho todavía en firmar los papeles que le presentan.
Nunca volverá a reunirse con su familia.
Cree que pasará a la Historia como el protagonista
del mayor desastre de los alemanes en guerra.
Pero él no acepta excusas ni cree en posteridades. En su búnker
se encontró mantequilla, incluso botellas de coñac, vino y champán.


Sobrevivirá aún varios años tras conmutársele la pena máxima.
Fue un héroe de escaramuzas, el cerebro magistral del ataque,
la determinación del aniquilamiento y entereza al entregarse.
Cientos de miles de esqueletos, algunos todavía bajo la tierra
de la ciudad restaurada, seguirán firmes creyendo en su conducator.

(Del libro Cartapacio de zozobra, Madrid, Edición Personal, 2003)

Friedrich von Paulus se dirige a firmar la rendición

Friedrich Wilhelm Ernst Paulus (Breitenau, 1890 - Dresde, 1957)

Vasili Ivánovich Chuikov, general vencedor
(¿?, 1900 - Moscú, 1982)

2 comentarios:

  1. andres¿es cierto que la mayor parte de los mandos alemanes fueron aniquilados por francotiradores escondididos en la ruina de la ciudad?

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  2. No. Hasta donde yo sé creo que eran soldados de todas las graduaciones. Los mandos solían estar mejor resguardados en puntos estratégicos, porque tenían más valor sus vidas desde el punto de vista militar.

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