Juan Manuel Roca
(Medellín, Colombia, 1946)
MUSEO DE CERA
Como soy misántropo
y no tengo en alta estima al prójimo,
me gusta cuando viene a la aldea
el Museo de Cera.
No es que lo estime bello. Ni aleccionador.
Ni siquiera edificante. Sólo basta ver
esos rostros como cirios pascuales
que no nacieron de esperma humana,
sino de un linaje de abejas, celdillas y panales,
para entender la burla secreta
que hay en estos tanáticos museos.
A los aires de dignidad
de sus efigies sólo les falta el pabilo.
Basta ver uno solo de esos rostros dracúleos,
su patético aire, su hechizado estatismo
que resulta igual a nuestra historia,
para entender la feroz ironía que despliegan.
De niño imaginé el hacha de cera de un colono
derretida bajo el sol del Quindío
al momento de talar bosques de niebla.
Las figuras de cera del alto clero de la Nueva Granada,
el concilio de obispos de blancas sotanas,
sus efigies ventripotentes,
sus moldeadas custodias alzadas al cielo,
no acaban de ser reliquias del pasado.
María Antonieta de Habsburgo-Lorena
(Viena, 1755 - París, 1793)
(Museo de cera "Madame Tussauds" en Londres)
Este museo compendia nuestra historia,
un rosario de episodios congelados,
dos seres heridos por la mosca del sueño.
El violinista de cabeza ladeada
toca una música inaudible,
la heroína fusilada no acaba de caer,
el sombrero de cera del poeta
y su bastón traído de Francia
proyectan dos sombras largas sobre
los asombrados visitantes.
Es un trozo de cera perdida este país,
su palma emblemática,
que crece como un disparo al blanco cielo,
segrega una cera lenta, dura y porosa como el tiempo.
Los generales y sus tropas
ostentan sus cruces, sus condecoraciones,
cada una por alguno de sus yerros.
Mi madre me dice
que no pierda el tiempo en esas vetustas soledades.
Yo me cubro de silencio los oídos
y no oigo su sensato llamado a la vida.
Madre, soy un témpano de cera.
DEL AMOR Y LOS BIENES RAÍCES
Asediado por la soledad y la intemperie
decidí seguir el consejo de la bruja de Oriente.
En vez de conseguir una habitación,
elegí una mujer para vivir en ella.
Vi pasar una suerte de faraona,
erguida, cobriza, con algo de albergue junto al mar,
y me apresuré a pedirle asilo en su cuerpo.
Tuve suerte y al poco inicié la mudanza.
Todo iba bien. Yo oía latir su corazón
como si fuera el reloj de pared de la casa,
me balanceaba en las mañanas
cuando ella bailaba ante el espejo,
me hice su obediente y fiel inquilino.
Un día vi pasar una muchacha
que a pesar de su delgadez de mantis religiosa
dejaba intuir sus jardines interiores
en los que imaginaba una luna llena
y un patio con silencios y bromelias.
Repetí la veleidosa operación
y me fui a vivir en ella, lo juro,
con el genuino fin de pasar la eternidad.
Pocos meses después, cuando creía ser algo más
que un viajero de paso,
cuando ya era parte de su escaso amueblamiento,
la muchacha se empeñó en desalojarme
de su cuerpo, sobre todo de su brioso corazón,
para albergar en él a un músico del vecindario
que la llenaba de arpegios.
No es que desconfíe de las mujeres desde entonces,
pero sí de la confusión reinante
entre el más puro amor y los bienes raíces.
EL HOMBRE MUERTO DE BROOKLYN
Tras el invierno de Nueva York
que trae a los cristales
un blanco de Laponia,
algunos solitarios
son encontrados muertos
frente a un televisor encendido.
Mientras el hombre se acomoda
al gran recinto de la muerte,
la voz de una modelo
anuncia un crucero por aguas del Caribe
o el estado de las carreteras en Nebraska.
Al inspector,
al cerrajero,
a la portera del edificio,
a los encargados de la autopsia,
no deja de llenarlos de melancolía
el televisor encendido
y la voz pedregosa
que anuncia el final de la emisión.
LAS MALAS COMPAÑÍAS
Frecuentaba a charlatanes y truhanes,
escritores que nunca escribían,
pintores que decían haber pintado de negro
la cabellera de Berenice.
Escultores que esculpían su vacío,
mujeres y hombres a la espera de un milagro.
Algunos querían fundar un espejismo,
cargar sus alforjas con bultos de sueños
y volver de la distancia con las manos
llenas de piedras prohibidas.
Madre me veía hacer. En silencio, sin enfado,
me veía hacer agujeros en el agua.
Yo preparaba, como si en ello se fuera mi vida,
los fuegos artificiales de dudosos proyectos
y un diario en el que acallaba los silencios.
En ese diario me dedicaba a borrar
los viajes que no hacía,
las mujeres desconocidas a quienes ponía
sonoros nombres de huracanes del Caribe.
Anotaba pensamientos calcáreos
y hasta trazaba un mapa de la guerra civil
en la que nunca me enrolaba.
Madre me veía hacer. En silencio, sin enfado,
me veía hacer agujeros en el agua.
"Los jugadores de cartas"
Michelangelo Merisi da Caravaggio
(Milán, 1571 - Porto Ércole, 1610)
Yo andaba y desandaba las noches
en compañía de una banda de fracasados,
de antihéroes de cantina
con los que pasaba el tiempo
intercambiando naderías,
gentes que tenían como horizonte las paredes del frente
y que solían darle el pésame a sus vidas.
Los dioses se me escondían. A veces me dejaban
migajas de pan que yo seguía
para luego encontrarme al borde de un abismo.
Madre sabía que para soportar los embates del vacío
yo abría un libro como un trasbordador nocturno
sólo para chapalear en palabras de otras aguas,
para fraguar contrabandos en los lagos del deshielo.
Mi vida entre reconocidos profesionales del fracaso
era un desguazadero de buques fantasmas.
Malas compañías, sin duda, tuve malas compañías
que entraban y salían de sus vidas
como si abrieran y cerraran su piel de adormidera.
Siempre anduve entre fracasados, madre:
ahora entenderás por qué me frecuento todavía.
[Poemas extraídos del libro escrito por Juan Manuel Roca titulado Temporada de estatuas, Madrid, Visor, 2010, 1ª edición, (colec. "Palabra de Honor"), (epílogo de Luis García Montero), pp. 117]
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