viernes, 8 de noviembre de 2013

Un poeta que nos emociona con música de ángeles

  
 José María Jurado
(Sevilla, 1974)
Escritor, ensayista, crítico literario e ingeniero de telecomunicaciones
 
CONCIERTO DE AÑO NUEVO
 
Rubias como la nieve,
con guirnaldas de flores en el pelo
y cintas de Moldavia,
bajo los altos techos estucados
y el dorado fulgor de las cristalerías,
las princesas de Austria
bailan en los espejos,
caderas de champán, ojos de escarcha.
 
Danzarinas
sobre el entarimado sueño
de un salón imperial
abierto al mar del hielo
cuando cruje la seda y arde el vals.
 
Al fondo, tras la bruma, una negra berlina,
los lóbregos caballos no se van.
 
 
 
   
DIANA
 
Elástica,
con el arco de plata y el carcaj
irisado de estrellas
disparas a la noche venatoria,
señora del abismo,
cazadora
de los ciervos azules de Orión.
 
A tus ojos,
velados por el frío de los astros,
se asoma
la redondez amarga de la luna.
Protectora
de las ciudades níveas del desierto
y las aguas dormidas y serenas
donde anida el alción.
 
Diosa blanca,
a tus rodillas baja
la túnica azafrán de las vestales,
tus sandalias de viento están surcando
los espacios vacíos sin antorchas.
 
Desciende, ven, Diana
por el desfiladero hondo del silencio
eternamente casta.
 
A los pies de tu estatua suplicamos
la sustancia inmortal de tu blancura,
sal y escarcha.
  
 
 Diana o Artemisia
La diosa virgen de la caza
(Museo del Prado)
   
APERTURA VENECIANA
 
Desde el cielo ensartado por alfiles,
negra de góndola y de blanca luna,
—campanarios oblicuos, campaniles—
la Plaza es un tablero y la Laguna.
 
Escenario de lances y celadas,
la conjura se trama muy despacio:
el Orologio rige las jugadas
para matar al Dogo en el palacio.
 
Los caballos de bronce y los leones
galopan por canales eruditos
espantando a turistas y peones.
 
Dos reinas y dos reyes: el tetrarca
enrocado en la esquina de granito
aguarda el jaque mate de la Parca.
 
 
Los tetrarcas en una esquina de la catedral de San Marcos en Venecia, escultura elaborada en pórfido que representa a cuatro emperadores romanos del año 300 d. C. traídos desde Constantinopla
 
NOCTURNO
 
Noche encendida, abierta rosa,
colmada de suspiros y de roces,
oh, noche de cristal, abierto roce,
colmado del perfume de las rosas.
 
La luz desleída de la luna,
en el jardín antiguo de la noche,
escuchamos lejanos pensamientos,
tú, vestida de raso, seda y risas,
el seno palpitante, mano y luna.
 
Y viene una tristeza de pronto por la noche,
un carruaje lento tirado por palomas,
la música callada de los ataúdes
clavada al corazón, llanto de nieve.
 
Amiga de la luna, joven pálida,
corre hacia el pabellón de los estanques
y contempla tu rostro sobre el agua...
lo que dicen la música y la rosa.
 
La mano de marfil toca el piano
y se han ahogado las estatuas
por la larga avenida de la luna.
 
Y una rosa cae, ajada, de la noche.
 
 
 
 HAIKU
 
Embarcadero,
la luna es una flor de ciruelo
y en el aire tiembla
la rama de un cerezo.
No hay ondas en el lago,
sólo un hondo y vacío silencio
de sílabas contadas.
 
(Golpe de remos,
los pétalos de la barca
mojan el cielo).
 
Hay una rana muerta sobre los crisantemos.
 
 
 
 
EN LA TUMBA DE YEATS
 
La esmeralda ladera del Ben Bulben
resuena como un arpa de pizarra
cuando el viento levanta acantilados
de milenarios árboles y légamos.
Desde la cresta verde de esta ola de piedra
un pálido jinete te saluda.
 
Arrecia la tormenta por los prados
y contemplas la lluvia sobre Irlanda,
la primera lluvia de la tierra.
 
Un agua antigua de santos y druidas
bendice tus oídos con la música
y en los molinos y en los robledales
escuchas los murmullos de los seres pequeños,
la callada presencia de los duendes,
el mágico desfile, la reina de las hadas.
 
Un aeroplano en llamas cruza el cielo nubloso,
con la mirada sigues su rara trayectoria,
el estrépito naranja de un viaje a Bizancio.
 
Cuando vuelves la vista hacia el viejo Ben Bulben,
el pálido jinete no está allí.
 
 
El Barón Rojo
(Breslau, 1892 - Vaux-sur-Somme, 1918)
 
MANFRED VON RICHTHOFEN
 
El clamor de las hélices dispersa
la bandada de ánades reales,
los hijos de la rosa de los vientos
—acrobacias de hierro, cruces negras—
cabalgan por el aire hacia el destino
sobre el campo de Francia en primavera
alegres y sin miedo, confiados.
Al paso de tan noble cetrería
este circo del aire reproduce
el errático vuelo de los pájaros.
Los que suben al cielo mueren jóvenes,
pero son inmortales en las nubes.
Tras la ráfaga azul de la metralla
eternamente vuela el Barón Rojo.
 
[Poemas extraídos de Jurado, José María: Una copa de Haendel,
Sevilla, La isla de Siltolá, (colección "Tierra", nº 5), pp. 64]
 
  

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