viernes, 11 de septiembre de 2009

Las insignias del senatus populusque americanus


Twin Towers

ONCE DE SEPTIEMBRE DEL DOS MIL UNO

Eran como dos vigías
desde las que se oteaba
la bahía del Hudson.
Dos colosos de Rodas que entronizaban
la lascivia de la preponderancia bursátil.
El centro modélico y predominante
del comercio a escala planetaria.
Sus líneas rectas armonizaban
con la idea de la Bauhaus:
la función de un objeto es su estética.
Eran la rectitud del poder inalcanzable
hasta una elevación récord
de cuatrocientos quince metros
y ciento diez plantas.
Las líneas sobrias, indeformables,
de la supremacía verdadera.
Una mañana de clemencia atmosférica se vio rota
a las ocho cuarenta y cinco horas por un impacto.
En setenta y ocho minutos otro choque.
Dos aviones de pasaje las convirtieron en antorchas,
como si fueran guarniciones romanas de frontera
incendiadas por los bárbaros.


No se pueden preservar tantos kilómetros de un limes
sin tener posiciones vulnerables.
Aquellos símbolos de la crasocracia yanqui,
las torres babélicas de Occidente,
se convirtieron en cirios prestos
a fundirse y desplomarse
derritiéndose como la cera.
Igual que hongos atómicos en miniatura,
tal como el grisáceo humo propalado
por las chimeneas de un buque transatlántico
condenado a hundirse,
naufragando en el punto exacto de una zona cero.
Todos los empleados de la empresa Cantor murieron.
Trabajadores de todo tipo se vieron atrapados.
Algunos decidieron tirarse al vacío
desde las ventanas, prefiriendo el golpe con el suelo
a la incineración a más de cien grados
centígrados de temperatura.


Los ejes de los edificios se ablandaron.
Se bloquearon los ascensores.
Los obreros que hacían labores en una de las azoteas
prosiguieron a pesar de la advertencia que suponía
lo que juzgaron un accidente de aviación inoportuno,
tal vez de una avioneta o un helicóptero en la Torre Sur.
Solamente uno logró salvar la vida,
atemorizado, al abandonar los aparejos
mientras sus compañeros se burlaban
diciendo que no era para tanto.
No hubo poesía en el crujido de los cuerpos
cayendo a plomo en breves intervalos.
No hubo compasión
ni el socorro del progreso
para acudir al rescate
de los que asomaban sus pañuelos en los ventanales.
Fue una globalización de la muerte
llevada a cabo sobre personas
de diversa edad y nacionalidades.
Surgió el rumor mezquino de que los judíos
estaban al tanto y sufrieron muy pocas bajas.


Un complot de maledicencia les atribuía
permitir ese atentado para tener un pretexto
con el que hacer la guerra abierta al enemigo árabe.
Una niña, pasajera de un vuelo
en el que iba con su madre,
sonríe radiantemente
desde las fotografías
de un álbum de familia,
ignorante para siempre de la guerra.
No conoció las redes de Al Quaeda,
no supo nunca quiénes eran Osama Bin Laden,
Arafat, Netanyahu, Rabin o el invasor Ariel Sharon.
Murió envuelta en un conflicto del que ninguno
de los que cayeron era culpable,
a lo sumo partícipe de un sistema financiero capitalista,
pero por mínimas razones de supervivencia.


El odio generado desde el Líbano, Arabia, Siria, Gaza,
Cisjordania, los Altos del Golán, la guerra de los Seis Días,
Sabra, Chatila, Kuwait, Irak o Egipto,
se concentró en una operación terrorista incalculable.
Los que acudieron al rescate
respiraron carne humana pulverizada.



El restaurante que abría sus ventanas al mundo
en las plantas ciento seis y ciento siete es hoy
un sitio inexistente a determinar en el aire.
Las luces, que colmaban estos dos edificios
por la noche para las postales,
no significarán más las credenciales de un imperio,
como los estandartes que portaban las águilas romanas.
El senado y el pueblo americano tuvieron su debacle.
La conciencia cristiana occidental, una hecatombe.


El inmenso imperio amarillo acecha desde Asia.
Mahoma y Cristo empuñan las espadas
y entrechocan sus aceros.
Israel no retrocede.
Hong Kong, Pekín y Shangai
se frotan ávidamente las manos.
Nueva York se duele resistiendo
y procurando no mirar atrás,
resurgiendo como un Ave Fénix.
Es el inicio de la guerra total
que dará a luz la primera
gran potencia del nuevo orden.
Desde China nos llega el eco
de una canción con la letra adulterada
y la voz de Frank Sinatra temblorosa:
“The worst is yet to come”.


Twin Towers should never be forgotten

2 comentarios:

  1. Bellisimo relato para un horrible acontecimiento que ha quedado grabado a fuego en nuestras memorias. Aun recuerdo el dia que lo vi en las noticias, y la conmocion que sufrí. No, no creo que podamos olvidarlas nunca.
    Es un negro aniversario hoy. Uno de esos dias en los que la humanidad apenas encuentra nada que celebrar.

    Feliz fin de semana a pesar de todo, monsieur

    Bisous

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  2. un acontecimiento que nunca debemos olvidar, mantenerlo siempre, para evitar que vuelva a ocurrir, un dia fatidico, donde no habia nada ni un solo motivo, ni palabras, que justifique lo pasado, hay que mirar al futuro, pero sin olvidar el dolor que se vio en todo el mundo, esos momentos insdiscreptibles, un abrazo

    paz a los hombres de buena voluntad

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