Francisco Izquierdo
(La Laguna, 1886 - La Habana, 1971)
DOMINGO POR LA TARDE
Domingo por la tarde en el puerto. La raya
del horizonte yergue, luminosa, precisa,
el filo de un enorme abanico que irisa
de lentejuelas de oro, la luz cárdena y gaya.
El rectángulo obtuso de una vela soslaya
en el azul su breve nitidez de sonrisa.
Paz, los vivos rebaños de espuma; paz, la brisa;
paz, la monotonía orquestal de la playa.
Llenan el muelle niños, sus niñeras, soldados,
señoritingas cursis, pollos endomingados,
provincianismo agudo, municipal fruición.
Al pasar, en un barco, se ve un viejo marino
reflejando en los ojos el silencio calino
sentado a la moruna tocar un acordeón.
Puerto de Santa Cruz de Tenerife
LA NOCHE
Y los montes de Anaga son como melladuras
de una enorme moneda rota puesta de canto;
brujas petrificadas, de perfil, su quebranto
sollozan en la noche terriblemente a oscuras.
En la boca del puerto, el espigón, torturas
de un salivazo de olas rechaza y rompe en llanto.
La ciudad, con sus ojos amarillos de espanto,
otea inútilmente las espesas llanuras.
La línea momentánea de los verdes faroles
y rojos parpadeos moviliza las moles
del silencio tumbadas sobre la azul alfombra.
Pasan barcos, gabarras. Junto a los prismas llego.
Y es mi balandro hundido en el ronco sosiego
índice de una mano que amenaza en la sombra.
Cordillera de Anaga
DESAMPARO
Estoy solo, en los muelles lunáticos, desiertos,
arisca está la playa, y como yo, ceñuda.
Hay piedrecitas blancas en la arena desnuda
que brillan como brillan los ojos de los muertos.
Ven a mí, Dama Pálida, con los brazos abiertos,
en tu sudario trémula, guadañosa y dientuda,
arráncame a las mallas terribles de la duda:
mi frente está sangrando, mis labios están yertos.
Estoy como perdido en una selva negra.
Parece un ojo bizco, la luna, y que se alegra
de las perplejidades de mi estupor herético.
El mar es una inmensa lágrima abandonada,
y el mundo una pupila ciega, desorbitada,
siniestramente vuelta hacia el azul hermético.
Roques de Anaga que también vieron los guanches
MELANCÓLICAMENTE
Melancólicamente se va hundiendo, se apaga
el trajinar del puerto. Aquí, allá, encajonados
quedan apenas roncos ecos desperdigados
que la neblina peina, solicita y halaga.
Acusa, en aguafuerte, la luz espesa y vaga
de un fonducho, unos rostros siniestros, derrotados.
En la paz de los tristes muelles abandonados
suspende la farola su amarillenta llaga.
Irrumpe una lejana música trompetera:
el barquito de guerra arría su bandera.
Las lámparas de plata comienzan a temblar.
Y los lobos marinos pasan a la indecisa
luz de la tarde muerta. Su audaz mirada lisa
fulge como los anchos silencios de la mar.
CALLE DE LA CARRERA
Calle de la Carrera, con tu torre, tu espía,
con tus rejas mohosas, con tus anchos zaguanes,
donde surge escondido un olor a arrayanes,
donde rodó la lágrima de la melancolía.
Se oye el rumor insólito, lejano, de un tranvía.
Pasan viejas beatas, clérigos, ganapanes.
La catedral, su plaza, feria de los Don Juanes,
se abre como el bostezo de una panza vacía.
Con sus lentes, su reúma y su barba borbónica
trae y lleva, entre encajes, sus cuentos Doña Mónica:
personas, hiedra, escudos. Todo es negro a compás.
Y en el silencio ronco, sedentario y desierto,
un carretón cargado de cajones de muerto
atraviesa la calle como una cosa más.
Torre de la plaza de la Concepción en La Laguna
JUVENTUD, FLECHA DE ORO
Las cosas van perdiendo sus esquinas. Empieza
la hora de los recuerdos. Vuletos atrás miramos
la senda. En nuestras manos, sin gran asombro,
hallamos un poco de ceniza, un poco de tristeza.
Los eternos motivos, la gloria, la proeza,
que nunca amamos mucho pero que, en fin, amamos,
ya no nos entusiasman. La estridencia encontramos
desagradable. El orden simula la belleza.
Esta dulce sonrisa flexible, tolerante,
que asoma a nuestros labios -avanzada triunfante
de otros más hondos surcos- es una arruga más.
Y, sin embargo, el lento poso de esta sonrisa
destilado hilo a hilo, no lo doy por tu risa.
"¡Fausto, qué pobre ingenuo! ¡Juventud, que te vas!"
JARDINES ABANDONADOS
¡Altas rejas de hierro, roñosas, oxidadas
al dintel de los viejos, dormidos caserones,
con sus toscos escudos, sus rampantes leones,
sus lanzas laboriosas, sus sierpes enroscadas
¡Qué fragor de tragedias, sus bisagras cansadas
no habrán cerrado al mundo! ¡Cuántas humillaciones
no habrán amordazado sus rígidos florones!
¡Oh, el terrible misterio de las cosas pasadas!
Rectángulos azules, circunflejas pupilas,
donde un ciprés reposa largas sombras tranquilas,
violetas y arrayanes sueñan bajo un rosal.
Y nos imaginamos la paz máxima, eterna
del soledoso, inmóvil ojo de la cisterna,
en el silencio hilando lágrimas de cristal.
[Poemas de Francisco Izquierdo extraídos del libro Medallas y otros poemas, Madrid, Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias, 1990, (colec. "BBC", nº 25), (introd. de Eliseo Izquierdo), pp. 136]
Catedral de San Cristóbal de La Laguna bajo la advocación de
Nuestra Señora de los Remedios
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