viernes, 22 de marzo de 2013

Tribulaciones y adversidades de un simple profesor

  
 
 
TODO ME SALE MAL
 
Digo en clase que un hombre de mi edad, con el pelo blanco y aspecto de venerable anciano, se ahogó mientras pescaba en el litoral de Telde. Es una noticia que leo a primera hora de la mañana en la prensa del día. Hago la reflexión de que el mar estaba en calma, "como un plato", según el periodista que relata el suceso, pero bruscamente la meteorología cambió y una ola repentina hizo volcar su pequeña embarcación. El pobre pescador pidió auxilio sin poder ser rescatado por el excesivo brío del mar. Pretendo transmitir a los alumnos que nunca hay que fiarse de la aparente tranquilidad, que el peligro amenaza hasta en la calma, o en las cosas más sencillas y en apariencia inofensivas, como esas palomitas de maíz que provocaron la asfixia de una niña de dieciocho meses en Villares de Abajo, una pequeña población asturiana perteneciente a la comarca de Narcea, al suroeste de Oviedo.
 
 
Barco de recreo hundido en el muelle de Taliarte con el que pescaba
en la tarde del miércoles 20 de marzo Manuel Jiménez Rodríguez
(Fotografía de J. C. Castro para el diario "La Provincia") 
 
Creo estar haciendo un bien para preservar la integridad física de quienes me atienden y resulta que no, porque lo que algunos cuentan a sus padres es que simplemente murió una persona mayor y no viene a cuento hablar de esto en mitad de una clase en la que estamos haciendo ejercicios sobre determinantes y pronombres. Vale, sí, lo hice por bien, pero se me toma a mal. No debo aportar nada sobre información reciente, a pesar de mi amor por la lectura de periódicos que tanto me han enseñado durante los casi cuarenta años que llevo hojeándolos. Reconozco que tengo una mirada letraherida hacia el mundo, pues me paso gran parte del tiempo leyendo con una curiosidad insaciable y lo más que logro es aumentar mi sensación de soledad.



 
No me quejo, porque en la época del Imperio Romano mi indiscreción e intentos de pensar sobre cómo va el mundo o inmiscuirme en asuntos varios me hubieran costado la vida. Así le sucedió a Metio Fufecio quien, con un ejército de albanos, trató de cortar la retirada de los enemigos de Roma rodeándolos por la espalda. Su premio consistió en ser acusado de intentar la deserción y pasarse al bando de los veyences y fidenates, por lo cual, tras la victoria de la alianza albano-romana, fue atado a dos cuadrigas con el fin de morir descuartizado después de espolear a los caballos en direcciones contrarias.
 
 
 Soldados romanos con su impedimenta descansando

  
De esta manera Tulio Hostilio, el rey de Roma, se anexionaba las ciudades de Veyes y Fidenas, se desembarazaba del jefe militar de los albanos, y encima se anexionaba su descabezada ciudad, Alba Longa. Claro que este episodio histórico referido por Tito Livio tampoco parece que debería formar parte de una clase de Lengua, y si lo cuento en el aula estoy actuando mal, saliéndome de la programación, invadiendo la materia de Ciencia Sociales y ejerciendo un influjo nocivo a quienes por otra parte puede que no me estén haciendo mucho caso. Sic transit labor magistrorum mundi.


Legionarios romanos de la época imperial en formación de lucha 
  
NOTA BENE: Suelo incurrir en la tentativa, normalmente estéril, de querer dar una visión múltiple porque las cosas no son tan simples como parecen. Por ejemplo, en este caso hubiese tratado de explicar que el propio Tito Livio deja abierta la hipótesis de que probablemente Metio Fufecio hiciera la maniobra envolvente de llevar a sus soldados ocultos tras unos montes, no con el objeto de sorprender por la retaguardia al adversario, sino para subirse a una considerable altura y desde allí tomar partido por el ejército que estuviera ganando la batalla. Otra posibilidad que sugiere el gran historiador latino es que el astuto rey romano Tulio le ordenara a Metio dicha maniobra, en principio beneficiosa para ambos, con el premeditado propósito de terminar acusándolo de traición.


"La victoria de Tulio Hostilio sobre Veyes y Fidenas"
(1601)
Giuseppe Cesari
(Arpino, 1568 - Roma, 1640)

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