viernes, 12 de marzo de 2010

Un buen amigo al que sólo puedo evitarle el olvido



MI CACHORRO LÁBIL

Una vez tuve una mascota de raza boxer.
La adquirí en una casa lujosa del Monte
Lentiscal, sin intuir siquiera que la condenaba
a prolongar por una semana su vida frágil.



Era noble y silenciosa. Aullaba
en sus dos primeras noches. La sentí
como una alhaja que en un cofre
resguardase. El virus inexorable
de la parvovirosis infectó las vísceras
de sus entrañas. Defecó diarreas, puses
sanguinolentas, sin que vacunas y suero
lograran arrancársela. Algún feliz
instante de lametones me concedió
su gracia. Apenas pude verla reír
a su modo travieso en las correrías,
zigzagueando con su cuerpo ondulante.



Me miraba con negra tristeza prístina
cuando en agonía la trasladaba.
Se fue muda, humilde, sin una queja,
durmiendo encogida y encorvándose.



Al acariciarla estaba conforme
con nuestro cariño a cambio de nada.
Sabía entender que no pude curarla
y a la vez confiar en que la sanara.



Su cráneo ínfimo cabía en un palmo.
Su crin dorada tenía tacto de alondra.
Sobre si voló al cielo, no sé si lo hizo,
pero cuando quedó fría soñó que volaba.


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