El escritor canario Lorenzo Doreste Suárez acaba de presentar una recopilación de artículos de opinión en el Gabinete Literario junto a la plaza de Cairasco. Le ha salido un libro en el que la principal cualidad es su estilo, tierno y divagatorio, al modo de Baroja. Hacia el final, quizás por influjo de su actividad docente, instruye sobre nociones básicas del marxismo. Al menos demuestra haber leído a Karl Marx, y no le ocurre como a tantos izquierdistas a la violeta que jamás leyeron El Capital, su obra decisiva.
Es ameno, interesante y anecdótico. Su ternura a veces incurre en la más infantil de las ingenuidades, como cuando propone un palomar de cinco estrellas para que las palomas de la plaza de Santa Ana no se posen ni empañen con sus detritos la fachada de la catedral. Cree con esta peregrina propuesta lograr evitarlo, pero lo cierto es que estas aves utilizarían ambos aposentos por igual. Otra inocencia en la que cae nos la da cuando ataca al consumismo. Si de veras siguiéramos esa directriz, la sociedad de la abundancia se vendría abajo y viviríamos como monjes tibetanos. Digamos que no es el camino de la prosperidad, sino el del crack económico lo que propone. Precisamente los países se empobrecen cuando no encuentran compradores para lo que producen.
Como moralista utópico cree que el verdadero socialismo no fue el soviético ni el felipista, pero debería pararse a considerar que entonces ese socialismo con el que se identifica es una especie de paraíso irrealizable, un dogma religioso que no se puede concretar. Es una manera de decirnos que aunque los demás se hayan manchado de sangre las manos, él sigue virgen con su himen inmaculado. Comparte también la curiosa preocupación barojiana por los marginados sociales. Verdaderamente, nuestro autor es una bella persona y muy buen prosista. Sabe escribir con sentido del agrado y del ritmo narrativo. Además es singular, sobre todo por sus ocurrencias, que en algunos casos podrían sonar a disparate, como cuando propone una tarjeta magnética para que cada ciudadano la introduzca en un cajero y averigüe o controle el gasto de los presupuestos públicos por parte de los políticos. Con ideas así uno tiene la impresión de que Lorenzo Doreste como artista es tan auténtico como el niño que todos llevamos dentro y se negó a seguir creciendo.
Es un optimista. Cree en las bibliotecas públicas y los museos didácticos, aunque yo veo que las primeras están desoladas y mal utilizadas y los segundos enfocados a las visitas turísticas. Pero no es un cretino ni cierra los ojos a la realidad, por eso nos cuenta de una pobre chica a la que le concedieron una beca y los familiares la acosaron enseguida pidiéndole dinero. Dedica un artículo entero a don Pío Baroja, con lo cual confirma que lo aprecia y transita hasta el punto de contagiarse por completo, lo que me parece maravilloso por cuanto resulta una delicia leer al viejo gruñón donostiarra. Lo mejor de Doreste no es sólo la empatía que logra con el lector a fuerza de reflexiones simpáticas sobre asuntos cercanos a nuestras inquietudes cotidianas y a nuestros tiempos, es también lo que se esfuerza por enseñarnos. He aquí algunas de sus pinceladas formativas:
"La mentira hace que perdamos la confianza unos en otros y se degraden las relaciones sociales". (Página 75).
"¿Qué te pasa tierra mía, que no explotan tus volcanes para destrozar los planes de toda la oligarquía?". (Página 81).
"Lo que ocurre es que el ser humano es muy soberbio, muy narcisista". (Página 82).
"El Estado español, que tanto se lamenta del terrorismo vasco, vende armas a Marruecos para que masacre a los saharauis; a Indonesia, para que masacre a los timorenses orientales; y a Turquía, para que masacre a los kurdos". (Página 91).
"El trabajo no se reparte en una sociedad de acuerdo con las capacidades individuales, sino, por el contrario, en ventaja de los fuertes y los insidiosos, y en desventaja de los débiles y los honestos". (Página 96).
"Marx tenía toda la razón cuando afirmó que el trabajador que no puede programar su propio trabajo es un esclavo". (Página 98).
"Para Marx el supremo fetiche es la mercancía. A medida que se valoriza el mundo de las cosas, se desvaloriza de forma directamente proporcional el mundo de los seres humanos". (Página 99).
"En cada época, la clase que dispone de los medios para la producción material dispone también , por ello mismo, de los medios para la producción espiritual". (Página 102).
"Los trabajadores no se proponen emanciparse, propugnando la unión de capital con trabajo, sino que sueñan en convertirse ellos en capitalistas por un golpe de suerte. Tienen mentalidad hollywoodense, propia de la clase dominante. Carecen de autoestima y de solidaridad de clase". (Página 102).
"Los móviles de las críticas no son el deseo del bien, sino el de humillar al criticado porque se le considera un rival o un incordio en algún aspecto o circunstancia". (Página 129).
"Quien a sí mismo se alaba, en su propio mérito se caga", (viejo refrán). (Página 137).
En suma, se trata de un libro para el que merece la pena el escaso tiempo que cuesta leerlo.
Karl Heinrich Marx (Tréveris, 1818 - Londres, 1883)
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