Nada más empezar a leer este opúsculo vemos que en los siglos XVII y XVIII las tiradas normales eran de 1.200 a 1.500 ejemplares. Ya en el siglo XIX se produce la eclosión del libro con la mecanización industrial, pues hacia 1810 el alemán König inventa la prensa mecánica, alcanzándose tiradas de centenares de miles de volúmenes. Durante la Revolución Francesa se vio en la lectura un medio de liberación. Hasta ese momento pesaba sobre los libros la maldición del elitismo, el ver a los libros como un privilegio de una minoría culta, y así continuó siéndolo hasta que los índices de alfabetización aumentaron en el siglo XX.
El libro es un agente de fermentación intelectual. La gran ventaja que aporta consiste en su carácter de permanencia frente a la fugacidad de las impresiones audiovisuales. Hoy el número de títulos que se editan supera en proporción a la cantidad de lectores a los que van destinados, no porque éstos sean insuficientes, sino porque la mayoría de quienes saben leer no lo hacen. El 47% de los franceses no abre jamás un libro, y estamos hablando del corazón literario de Europa, no mencionemos siquiera a España, donde Mariano José de Larra llegó a escribir que publicar era llorar y un poderoso agente literario norteamericano ha declarado hace bien poco que en nuestro país no hay mercado para más de cuatro autores consagrados. Para colmo, mucha gente tiene la impresión de haber leído una obra por existir una versión cinematográfica o haberla visto reseñada en el suplemento cultural de un periódico.
El libro como tal comenzó a prefigurarse en las tablas de arcilla de los sumerios (escritura cuneiforme del cuarto milenio antes de nuestra era) y en láminas de papiro egipcio más tarde (desde el año 3.100 a. C.). La utilización del cuero de los animales (en el año 1.500 a. C.) supuso un gran logro que lleva el nombre de una de sus principales ciudades productoras: Pérgamo (de ahí el término "pergamino"). Se usaba con preferencia la piel del ganado vacuno y sobre ella se podía escribir con pluma de aves empleando tinta de origen vegetal. Los chinos inventaron el papel en el siglo I a. C., pero vino a difundirse por el resto del mundo en la Edad Media (siglos X al XV). La palabra "papel" deriva de "papiro" (cuyo significado es 'flor de rey') y tiene vínculos con los productos textiles porque se fabricaban con una materia prima semejante (la celulosa de los árboles y los trapos).
Biblioteca de Alejandría
La biblioteca más famosa de la Antigüedad estaba en Alejandría (bautizada así por haberla fundado Alejandro Magno) y fue ordenada construir por Ptolomeo I en el Palacio de las Musas o Museion. Llegó a contener 700.000 rollos de papiro y a su lado había otra más pequeña, el Serapeion (por estar consagrada a Serapis, dios de la curación), que albergó 45.000. Ambas sufrieron un incendio parcial cuando Julio César llegó hasta Egipto persiguiendo a Pompeyo en el año 47 a. C. En realidad, las llamas que acabaron devorándolas no fueron éstas, sino las que prendieron los cristianos en el año 39 d. C. por considerar que estaban atestadas de libros paganos e impíos.
La palabra "biblioteca" procede del vocablo griego "bibliotheke" que se daba a los receptáculos de madera donde se almacenaban los rollos de papiro. Los romanos utilizaron las lecturas públicas para promocionar el lanzamiento de una nueva obra, costumbre que prosigue hasta nuestros días. El gran Octavio Augusto creó enormes bibliotecas en Roma para dar lustre a su imperio, concretamente la Palatina y la Octaviana. Trajano no quiso irle a la zaga y fundó la Biblioteca Ulpia (llamada así por el apellido de su familia). En el siglo IV d. C. había al menos 30 bibliotecas públicas en la capital del mundo latino.
Biblioteca Vaticana Las tres grandes religiones monogámicas imperantes en el mundo actual se basan en libros: la Biblia, el Corán y el Talmud. En Cesárea (ciudad situada entre lo que son hoy Tel Aviv y Haifa) existió la gran biblioteca de Orígenes, uno de los padres de la iglesia católica. En la isla de Patmos hubo otra famosa en el monte Athos. Y en Bagdad fue celebrada la que reunió Harun al-Rasid. Ciudades como Córdoba y El Cairo siguieron sus pasos y conocieron días de esplendor bibliotecario.
Paradójicamente, la iglesia cristiana que convirtió en cenizas los saberes preservados en Alejandría fue la responsable de la conservación del conocimiento en los tenebrosos años medievales. Casi toda la cultura del periodo feudal pasó por las manos de los monjes y los monasterios se convirtieron en los verdaderos focos de irradiación cultural. En 1438 Johannes Gutenberg inventó la imprenta, que vino a ser un hallazgo de repercusión similar a la invención del ordenador personal, en cuyos orígenes se halla el matemático Alan Mathison Turing y sus estudios sobre cibernética desde 1945 hasta 1952. Si la invención de la escritura supuso el fin de la dependencia de la transmisión oral, la imprenta significó el remate definitivo. Del monólogo de la lección magistral del maestro con su discípulo se pasó al diálogo del lector confrontando varias voces a través de diversos libros. Además, permitió frenar el desgaste erosivo de los idiomas al fijar las palabras en una forma impresa reiterable a sí misma. Los primeros recibieron el nombre de incunables por estar confeccionados en el siglo XV, época que fue la cuna de la imprenta. Se crearon diversos tipo de letra y se introdujeron los grabados ilustrativos que podían reprografiarse en serie (el fotograbado no aparecerá hasta 1814 gracias a Joseph Nicéphore Niepce).
Biblioteca de la Universidad de Coimbra
Lo curioso de los libros es que su materia prima formal es el papel, pero la nuclear es el cerebro, la inteligencia y la memoria de quien lo escribe. El autor es "el que hace" (de acto, hecho, participio de "hacer") y el editor "el que engendra" (de "edere", que significa 'engendrar'). La SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) vela por los derechos de los artistas en nuestra nación, y en el caso de la literatura se considera que un escritor lo es cuando ha publicado tres libros en editoriales comerciales o ha publicado al menos 100 artículos de colaboración en la prensa periódica.
Faro de Alejandría
Otra revolución divulgativa que vivió el libro vino de la mano del pequeño formato conocido como "bolsillo". Fue idea de un inglés, Sir Allen Lane, quien lanzó la colección "Penguin books" en rústica, es decir, con papel barato y áspero, en 1935. Precisamente, la gran dificultad para la expansión de los libros estriba en los altos costes promocionales, pues la publicidad se circunscribe a cada título por separado, no puede hacerse para todos en conjunto. Cada libro es un mundo aparte.
Biblioteca del monasterio de Admont (Austria)
Personalmente, las bibliotecas más hermosas que he visto son las del Vaticano, la de la Universidad de Coimbra y la biblioteca rococó de Admont, situada a 250 kms. de Viena en una abadía benedictina. La diseñó el arquitecto Joseph Hueber y tiene 13 metros de alto, 70 de longitud y 14 de anchura. Sus estanterías son blancas y luce en el techo siete cúpulas con frescos pintados por Bartolomeo Altomonte y cuatro estatuas de pared realizadas por Joseph Stammel que figuran la Muerte, el Juicio Final, el Infierno y el Paraíso. Se terminó en 1776. Llegó a contener 200.000 libros y entre ellos 530 incunables y 1.400 manuscritos. Sin embargo, la biblioteca funcional que más impacto me ha causado es la de Londres, construida en 1857. Es la que aparece en la portada de este libro escrito por Guillermo Díaz-Plaja.
Guillermo Díaz-Plaja (Manresa, 1909 - Barcelona, 1984)
Otra curiosidad bibliófila es la cantidad de hojas que un libro ha de albergar para ser tenido como tal. La UNESCO ha establecido la cifra a partir de 48 páginas. Todo impreso que contenga menos es un folleto, como ocurre con tantas publicaciones de poesía. El especialista Roger Escarpit (Saint Macaire, 1918 - Langon, 2000), que es entrevistado en el prólogo, constataba en 1974 un ligero retroceso de la literatura de ficción en favor de la meramente informativa. Viendo la plaga de novelas históricas, de intriga, amor, ciencia-ficción, suspense, fantasía, policiacas o de terror que inunda las librerías actuales, parece justificado que no fuera profeta y sí profesor.
Robert Escarpit (Saint-Macaire, 1918 - Langon, 2000)
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