domingo, 7 de junio de 2009

Aquellos dos románticos y malditos ególatras



Ésta es una trágica historia de auge y caída, cumbre y abismo, clímax y perdición. Francis Scott Fitzgerald fue un escritor sin especiales conocimientos literarios ni políticos, pero con un talento natural para absorber y reflejar lo que veía a su alrededor. Triunfó rápido y eso le permitió obtener la mano de Zelda Sayre, quien anteriormente le había rechazado por ser pobre y dudar de si se convertiría en un triunfador o no. Ella fue toda su vida una sanguijuela adherida a sus bolsillos, su cuenta corriente y su cartera. Una especie de escorpión que donde picaba lo hacía para sustraerle dinero y envenenar la situación de ambos. Nunca logró independizarse de él ni hacer algo por sí misma que le permitiera ganarse la vida. Le imitó escribiendo una novela y algunos relatos que Scott colocó en la editorial y las revistas que le publicaban sus propias obras por medio de un agente literario, pero las ganancias fueron mínimas.

Zelda Sayre tratando de regresar al ballet

A los veintiocho años Zelda regresó a la práctica del ballet que había abandonado a los dieciséis. Quería ser una Pavlova o nada. El resultado no pudo ser otra cosa que grotesco. Se había convertido en otra persona distinta, con sobrepeso y desfigurada por un eczema epidérmico en el que quizá influyó decisivamente el alcoholismo. Zelda y Scott tuvieron una hija y varios abortos. La biógrafa Kyra Stromberg no aclara si inducidos o no, aunque cabe suponerlo. Ya siendo novios, Zelda creyó una vez estar embarazada. La respuesta de él fue enviarle por correo desde Nueva York unas píldoras abortivas que ella prefirió tirar a la basura. No hicieron falta. Todo quedó en una falsa alarma.


Francis Scott Fitzgerald a los quince años

Francis Scott Fitzgerald era un pijo de la época, los felices años veinte, cuando aún esa palabra no existía. Fue un esnob fascinado por la gente adinerada con el único propósito en la vida de llegar a ser rico como ellos. Se sintió atraído por Zelda al ver en ella a la niña consentida y mimada, la caprichosa flapper (mujer moderna y atrevida) que con su libérrima conducta respondía al estereotipo de la nueva clase alta norteamericana. A los quince años Scott era un efebo con la belleza plástica de un Adonis. Quince años después, el alcohol y la tuberculosis habían dañado su corazón y mermado su cerebro. La belleza se había ido sin dejar ni rastro.


La joven y atractiva Zelda Sayre

En el caso de Zelda fue peor, porque le atacó la esquizofrenia, una forma de locura. Fue internada en varios centros psiquiátricos de lujo cuyas facturas aumentaron las deudas y la inclinación a beber de su marido. Terminaron separándose en todos los aspectos menos en el económico. Ella llegó a retomar la vida con su madre en medio de los internamientos a que se veía sometida.


Francis y Zelda recién casados

Scott murió a los 44 años hundido en la ruina tras una segunda intentona por triunfar en Hollywood que terminó en fracaso. Zelda, que era cuatro años más joven, falleció ocho años después, a los 48, asfixiada por los gases y calcinada en el incendio que se propagó desde la cocina hasta su habitación del manicomio Highland en el pueblo de Ashville (Carolina del Norte), donde estaba recluida. Murieron nueve pacientes aprisionadas por la cortina de humo, los barrotes de las ventanas y la barrera de fuego devoradora. Pocos años antes ella y Scott habían cruzado el océano en el transatlántico "Aquitania" con su hija Scottie para disfrutar las dulces delicias de la Riviera francesa en Cap d'Antibes y otros lugares como Niza, antes de la llegada de las hordas de turismo masivo que los espantaron.


Francis y Zelda disfrutando del campo

Juntos quisieron ser una pareja modélica a los ojos de la high-society. El propio Scott llegó a declarar en un primer momento que se había casado con la heroína de sus sueños. Representaban la extravagancia y sofisticación del modo de vida americano que quería adueñarse del mundo bajo el lema de "hago lo que quiero". Disfrutaron del París barato de entreguerras antes de que el crack bursátil del 29 desplomase el dólar. Lo tuvieron todo, pero lo despilfarraron a manos llenas. La velocidad de sus gastos fue siempre más rápida que el ritmo de los ingresos obtenidos por los relatos que Scott escribía enfebrecido, dado que libros como A este lado del paraíso, El gran Gatsby, Héroes y malditos o Suave es la noche apenas generaban una cantidad ridícula de beneficios. Éstos provenían de los suplementos culturales de los periódicos y las revistas literarias.


Francis y Zelda con su única hija, Scottie

Zelda nunca quiso la vida monótona y aburrida de una ama de casa provinciana. Su antídoto contra esa amenaza parecía ser fulminar en compras de ropa y chucherías los anticipos que Scott le pedía incesantemente a su agente Harold Ober y a su editor Maxwell Perkins. Para soportar la tensión de un tren de vida insostenible, allí estaban las botellas de vino, la droga popular más barata. Él se jactaba de ser el escritor que más cobraba por sus historias breves. Ella de asistirle como musa, ser una gran bailarina y haber sido muy guapa. Pero la disminución de caudales hizo intuir a Scott que el cine sonoro había llegado para cambiar las cosas. A partir de entonces, ya no sería la novela el medio artístico favorito para que los seres humanos se transmitieran emociones.


Foto familiar de Francis, Zelda y Scottie

Scott, además, envejecía y ya no conectaba tan bien con sus contemporáneos. El público que le había erigido en figura célebre y precoz, le había vuelto la espalda. Como una cruel ironía del destino, murió en Los Ángeles sin que le dejaran tocar ni una sola coma del guión para la película titulada "Lo que el viento se llevó". Su autora, Margaret Mitchell, tiempo atrás había sido una admiradora suya. Ahora era ella la escritora de éxito y él un impotente advenedizo. Para él fue una humillación. La última.


Francis Scott Fitzgerald cuando rebosaba energía y talento

Antes de morir, una periodista trepadora intentó apropiarse de su fama dejándose fotografiar a su lado. Se llamaba Sheilah Graham. Tenía un pasado oscuro que la convertía en interesante compañera de alcoba. Scott sucumbió a sus encantos como el atractivo seductor por el que se tomaba a sí mismo. Esta compañía dulcificó sus últimos años en los que sólo podía enviar 30 dólares semanales a Zelda mientras su deuda llegó a alcanzar la intimidante cifra de 40.000 dólares. La gente que lo trató bien en su última época lo hacía porque le creían con dinero al aparecer con buenos trajes y por el eco de sus apellidos con renombre. En realidad, no sabían que estaban tratando con un hombre arruinado.


Francis Scott Fitzgerald en la plenitud de su vida


Hemingway cometió la indiscreción de burlarse del minúsculo tamaño de sus genitales cuando coincidieron en el urinario de un restaurante parisino en 1925. Lo relata en su libro París era una fiesta. Scott lo admiraba por su participación en la guerra europea, su espíritu aventurero y la sobriedad de su prosa. Hemingway, por el contrario, supo retratarlo al ver en él a un tipo acomplejado y en Zelda a una loca pretenciosa.


Zelda y Scott cuando comenzó el declive

Tumba con los restos mortales de los dos enamorados que logró reunir su propia hija en el cementerio de St. Mary´s Church en Rockville (Maryland). En la losa horizontal aparece la última frase de El gran Gatsby:

"Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado".

1 comentario:

  1. Buenas noches Andres ¿no se descansa el domingo? ya veo que usted y su buen gusto no descansan.

    Dulces sueños

    Una mujer

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