Me gustaría coleccionar casas para ir llenándolas de libros.
Entrar en ellas como por los corredores secretos de unas páginas
y detenerme en el prólogo de un salón a fumar cigarrillos,
o acostarme a tumba abierta sobre un pergamino facsímil,
miniado en una edición lujosa con sedas, cojines y colchas.
Biblioteca del Trinity College en Dublín
encuadernada en piel de tu carne. Abrir las hojas de tus ojos
en el ensimismamiento lector del orgasmo. Facilitaría
ser feliz el monstruoso egoísmo de convertirme en tentáculos
que alargan sus brazos por estanterías repletas de volúmenes.
Estar hoy en la casa de campo y mañana en la de la costa,
o en la que se sitúa en la ajetreada ciudad inhóspita.
Escapar hacia esa mansarda parisina o a la buhardilla de Madrid,
visitar el apartamento nuevo en el Ensanche de Barcelona, o llorar
a lágrima tendida en un mirador de Lisboa frente al estuario del Tajo.
Depositar nuestros hitos sexuales a renglón seguido de la pasión
impresa, sentir el olor candeal del papel recién salido del horno,
la tinta en la saliva de tus labios, y volverme a emborrachar
de Jean Baudrillard y Bocaccio, Bruckner y Borges, poesía e historia.
Presentir la luz que entra por los ventanales mientras subrayo.
Perderme entre los títulos y no buscar, sino encontrarlos.
No saber acumular ni llevar ningún orden, bañarme desquiciado
en el éxtasis de una reflexión feliz o una emoción frágil.
Gozar como ya no soy capaz, hacer el amor con un ansia minuciosa
por leerlo todo. No pensar en que alguna vez mi glande no podrá
saciar el furor, la sed vaginal de una biblioteca inagotable.
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